sábado, 11 de diciembre de 2010

Eduarda Mansilla, una voz singular. Evocamos su recuerdo en el aniversario de su nacimiento.

UNA ESCRITORA PARA LA NACIÓN MODERNA

Escritora viajera entre mundos y lenguas, Eduarda supo reconocer y enriquecer la propia a partir de la mirada comprensiva sobre los otros pueblos.

Eduarda Mansilla de García
Buenos Aires 1834-1892
Colección privada de Manuel Rafael García-Mansilla
Corren los años del segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas. Se ha hecho de noche en Buenos Aires y es hora de acostar a los niños. Aquí se trata de dos hermanitos, varón y mujer, que duermen en el mismo cuarto, con las camas decorosamente separadas por una mampara. Dos antiguos esclavos de la casa, el tío Tomás y la tía María, se ocupan de la tarea. Nunca ha sido fácil convencer a los chicos para que se duerman, ni siquiera en tiempos que desconocían las tentaciones televisivas o cibernéticas. La tía María apela a la persuasión de los terrores políticos presentes: “Dormite, dormite hijita, mirá que si no ahí viene Lavalle a comerte”; el tío Tomás prefiere recurrir a la ultratumba, y evoca a los fantasmas que han quedado presos en las mazmorras de la vieja ciudad colonial. Cuando ambos se van, la niña pregunta, como si tal cosa, “–¡Che, Lucio! ¿Estás durmiendo? Yo no he oído nada”. Su hermano mayor, con la cabeza bajo los cobertores, contesta, sin embargo: “–Callate....no hablés, que tengo miedo y me ahogo, y ahora no más entra mamita (esto era lo más temible)”. El niño miedoso de esta anécdota (recogida en sus Memorias por Lucio Victorio Mansilla, el de los indios ranqueles), terminó convertido, muchos años más tarde, en consumado duelista, y construyó con empeño una autoimagen heroica y una brillante literatura por sobre los fantasmas, siempre latentes, de sus angustias infantiles. Su hermana y compañera de cuarto, la valerosa Eduarda, también futura escritora, no lo necesitaba. Nunca temió ni al general Lavalle -ogro de los niños federales, por lo que se ve-, ni a la imponente belleza y firme carácter de Mamita, esto es, doña Agustina Ortiz de Rozas de Mansilla: “–¡Zonzo, flojonazo!–continuaba ella”. 

Quizá por eso sus libros, que juegan con el miedo y lo desafían, abundan en mujeres de coraje. Como su Lucía Miranda, que -siguiendo el mítico episodio de Ruy Díaz de Guzmán, entonces considerado histórico- llega a las Indias con la expedición de Sebastián Gaboto, desarma las argucias de un hechicero timbú y enfrenta la muerte con ánimo inquebrantable. O Micaela, la madre de Pablo, que marcha sola a Buenos Aires para pedir justicia y evitar que el único de sus hijos que ha sobrevivido a las guerras civiles sea, también, ejecutado. No es casual tampoco que, en El médico de San Luis, su primera novela publicada en 1860, incluya una verdadera proclama a favor de la “autoridad maternal”. No era, por cierto, esa clase de autoridad lo que había faltado en la familia materna de Eduarda Mansilla. Ante su abuela, doña Agustina López de Osornio, se arrodilló para pedir perdón por una falta nada menos que Juan Manuel de Rosas, su hijo mayor, cuando ya era omnímodo Gobernador de Buenos Aires (así lo cuenta Lucio V. en “La madre y el hijo”). Criada en un entorno de mujeres fuertes, con opiniones propias, capaces, algunas (como su tía Encarnación y su prima Manuelita), de una eficaz ingerencia en los asuntos públicos, Eduarda, a diferencia de Victoria Ocampo (con quien tantas otras afinidades tiene, empero), no parece haber padecido mayores “complejos de género”, ni tampoco de “inferioridad geopolítica”. 

Criolla y cosmopolita, como su hermano Lucio, pudo sentirse tan cómoda en los campos de Buenos Aires como en los salones neo imperiales de París, y logró escribir, desde una novela de costumbres, de innovador lenguaje coloquial (El médico de San Luis), hasta una novela rural argentina en un francés impecable (Pablo, ou la vie dans les Pampas) para que los franceses (y con ellos todos los europeos) comprendieran que la “barbarie” no era privativa de la América del Sur, sino de la condición humana, también en el Viejo Mundo. Polemizó constantemente en sus textos -para desacreditarlas- con las series de oposiciones positivo-negativas “civilización/ barbarie”, “unitarios/ federales”, “ilustrados/ bárbaros”, “europeos/ americanos”, “ciudad/campaña”.

Fuente: María Rosa Lojo. Artículo completo publicado por la revista "Todo es Historia", edición Mayo de 2007.

Fotografía: Colección privada de Manuel Rafael García-Mansilla de Zavalía. La foto es inédita y no ha sido publicada hasta la fecha.

viernes, 26 de noviembre de 2010

AL MARGEN DEL CANON. Relegadas a ser clasificadas por su condición femenina, varias escritoras del siglo XIX reflejaron en sus narraciones los desafíos sociales y las conquistas de su época con un enfoque singular.

Por María Rosa Lojo

La información no circula demasiado en la escuela, ni en los medios de comunicación masiva, ni siquiera en las efemérides. Pero lo cierto es que en el complejo proceso formativo de la que tardó muchos años en ser la “nación argentina”, también hubo escritoras, profundamente comprometidas con su desarrollo.

Ya desde los albores de la independencia, se constatan participaciones de mujeres en los diarios de la época (El Censor, El Observador Americano, El Centinela, La Prensa Argentina). Casi siempre eran textos que las autoras no firmaban con sus nombres y apellidos, pero que reivindicaban derechos para el género (el derecho al estudio, sobre todo) o presentaban reclamos y quejas sobre diversos asuntos. El 16 de noviembre de 1830 apareció la que se considera como primera publicación periodística femenina, dirigida por Petrona Rosende de Sierra: La Aljaba, una hoja que dejó de salir pronto, desalentada por las burlas masculinas y las dificultades económicas. Después de la caída de Rosas en 1852, los nuevos aires que estimulaban la libertad de pensamiento se expresaron también en publicaciones periódicas dirigidas y escritas por mujeres, así como en otras no dirigidas por mujeres pero donde éstas tenían una fuerte presencia, aunque firmasen con seudónimos. Podemos nombrar: La Camelia (1852), La Educación (1852), Album de Señoritas (1854), La Flor del Aire (1864), La Siempreviva (1864), La Ondina del Plata (1875-1879), La Alborada del Plata (1877-1878; segunda época 1880), que luego cambió su título por el de Alborada Literaria del Plata (1880); El Album del Hogar (1878-1880); El Pensamiento (1895, desde el N° 3); Búcaro Americano (1896-1906); La Revista Argentina (1902-1905). Hacia fin de siglo aparece incluso un periódico anarco-comunista: La Voz de la Mujer. Periódico Comunista-Anárquico (1896-1897), que combatía por los derechos femeninos, en particular los laborales.

En sus etapas iniciales este movimiento de mujeres letradas compartía, en general, un feminismo discreto: no hubo en la Argentina post-Caseros agresivas sufragistas al estilo anglosajón. Incluso las que expresaban, en forma clara y directa, como Juana Manso, ideas radicales sobre la necesidad de “emancipación moral” de la mujer, sobre la urgencia de ilustrarla y liberarla de su subalternidad respecto al varón (en cuanto a la educación, el trabajo y la administración de sus bienes), no abogaban aún por la entera igualdad de derechos civiles ni por la concesión de derechos políticos; María Eugenia Echenique (1851-1878), bastante más joven, defiende la necesidad de integrar a las mujeres como sujetos activos del proceso económico, y quiere arrancarlas de su exclusiva destinación maternal y sentimental. Pero de todas maneras la misma Echenique no se aparta del tópico nuclear: ilustrar a la mujer, no sólo para convertirla en fuerza productiva sino para que pueda cumplir la misión más alta a la que ha sido destinada: la de “enseñar al género humano”. Esta idea, esta figura: la mujer educadora, que debe estar al nivel del varón en el progreso intelectual, era la que más frecuentemente se sostenía como desiderátum en los circuitos culturales donde las mujeres actuaban, a veces junto a los varones; así sucedía en las revistas literarias, o en debates (que luego serían publicados) como los de las Veladas Literarias de Juana Manuela Gorriti en Lima. Y se la presentaba para que fuese aceptada como verdadero imperativo de las nuevas naciones sudamericanas que debían formar generaciones cultas de buenos ciudadanos.

La modernidad, el progreso, se aprenderían en el seno del hogar, de la mano de madres que forjasen a sus hijos en la ilustración y el patriotismo. Tanta cautela se justificaba. El medio social tendía a reprobar o a analizar muy críticamente toda actividad que excediese la esfera hogareña, a pesar de algunos notorios defensores varones, como Sarmiento, gran promotor del ingreso femenino a la docencia y al periodismo. Las escritoras tenían que comportarse con suma prudencia para no provocar una oposición cerrada que invalidase aun las pequeñas conquistas que se iban logrando. Y ello tanto en lo referido a la índole de los reclamos que suscribiesen, como a la “moral” de sus mismas obras literarias, que debían ser edificantes para poder entrar sin riesgos en los hogares.
Cuando Ricardo Rojas abordó en la década del 20 su gran empresa de sistematización histórica y estética de la literatura nacional, tuvo a bien dedicarles a las autoras del XIX un capítulo, “por orden de género”. De este modo, en su Historia de la literatura argentina las narradoras de la época no figuran, junto a sus pares varones, en alguna de las muchas secciones en que se divide el Tomo II de “Los Modernos”, y en particular su parte V, “La prosa novelesca”. No se las clasifica por los rasgos intrínsecos de sus obras sino ante todo por su condición femenina, en el Capítulo XVII, titulado, precisamente, “Las mujeres escritoras”. Rojas lo justifica por razones históricas: salvo casos muy aislados, dice, la aparición de las mujeres en la historia literaria es “un fenómeno propio del siglo XIX y de la atmósfera liberal de las sociedades modernas”. Por lo tanto, afirma, “he querido agruparlas en capítulo aparte, con el objeto de acentuar un rasgo típico de nuestra literatura moderna, y he debido emplazar este capítulo en la serie de los novelistas, porque casi todas ellas cultivaron el género”. Durante la Colonia –señala Rojas– la teocracia imperante no vaciló en recluir a las mujeres en la alcoba o el convento, evitando hasta enseñarles a leer, y aunque hubo antecedentes en el género epistolar (los mismos conventos podían ser, y lo fueron a veces, un refugio para la escritura y para cierta vida femenina independiente, aunque secreta), las “primeras mujeres escritoras en el sentido que he dado ya a esta palabra –concluye Rojas– no aparecieron hasta después de la organización nacional en la literatura argentina. Ellas constituyen uno de los rasgos nuevos y más característicos del ciclo de ‘los modernos’ estudiado en esta obra”.

Más allá de su común condición de género, las narradoras decimonónicas por cierto se diferencian entre sí. Eduarda Mansilla y Juana Manuela Gorriti representan claramente dos modelos de narratividad. Mientras que Gorriti descuella en las intrigas y aventuras, Mansilla es una verdadera precursora de la novela psicológica, capaz de crear, tanto en cuentos como en novelas, densos climas interiores en los que se debaten sus personajes.
Es verdad también, no obstante, que en su momento las narradoras argentinas surgieron como un colectivo singularizado, con una estética globalmente adscripta al marco romántico, y con algunas coincidencias temáticas y de enfoque en lo histórico-social que pueden ser atribuidas a una “posición de género” –más allá de las disparidades de sus poéticas individuales– que comparten frente al grueso de la producción escrita por sus contemporáneos varones.

Una de estas posturas comunes –expresada con fuerza desde Mariquita Sánchez– es la decidida oposición a la sangría de las guerras civiles, sostenida a veces desde la voz autorial, y otras desde los parlamentos de sus criaturas de ficción. Con esta actitud es coherente la tendencia narrativa a presentar, en sus ficciones, situaciones de amor y de amistad entre hombres y mujeres, o entre mujeres, cuando se trata de amigas, pertenecientes a bandos contrarios. Asimismo, hay en todas ellas una recurrente preocupación por los sectores subalternos y las minorías étnicas, que no los demoniza o los animaliza, como suele ocurrir con los autores varones del período fundacional ( Amalia , El Matadero ).

En la novela breve El Médico de San Luis (1860) Eduarda Mansilla es la primera, antes que su hermano Lucio Victorio, y antes que José Hernández, en ocuparse de la injusta situación del gaucho, despojado y expoliado por la autoridad, que no encuentra lugar en una sociedad teóricamente civilizada. Tanto ella como Rosa Guerra, rescatan, en el mismo año de 1860, el mítico episodio de “Lucía Miranda” de la Argentina manuscrita de Ruy Díaz de Guzmán, para elaborar sendas novelas donde los supuestos “salvajes” aparecen bajo un matizado prisma que destaca seducciones y sentimientos, aportes rescatables de la cultura nativa, orgullosa libertad, y, en el caso de Guerra, una ambigua circulación del deseo que aproxima razas y mundos dispares a pesar de los votos matrimoniales de la heroína.

No falta, en Juana Manuela Gorriti, algún relato de “cautiverio feliz” (aunque su final sea trágico) como el de “la Cangallé”, que forma parte de su conocida novela Peregrinaciones de un alma triste . Por otra parte, la memoria del glorioso pasado incaico, y las prácticas y saberes culturales que provienen de un vivo sustrato indígena popular, se hallan siempre presentes en su vasta obra, incluyendo el curioso libro llamado Cocina ecléctica , justamente porque coloca la cocina autóctona a la par de la internacional en un recetario coral, aportado en buena medida por sus amigas, donde las recetas se mezclan con anécdotas y sucedidos. Pero tal vez la más destacada originalidad de las escritoras decimonónicas sea su construcción de la subjetividad femenina, sin duda desde el lugar de la experiencia propia. Del otro lado de la épica y de los mitos del coraje, están las mujeres del siglo XIX que ejercen otra clase de valor: el de la espera y la resistencia. Las guerras las despojan de sus bienes y de sus afectos (padres, esposos, amantes, hermanos, hijos), sin darles a cambio la exaltación heroica que se concede a las hazañas varoniles. Esa experiencia femenina de pérdida, desamparo y desgarramiento, está admirablemente expresada en la gran novela de Eduarda Mansilla, Pablo, ou la vie dans les Pampas (1869), y en muchas narraciones de Juana Manuela Gorriti.


Como ya he señalado al principio, otra bandera que todas levantan con pertinacia es la de la educación. Algunas literatas, como Juana Manso (directora de escuelas, fundadora de bibliotecas) se abocaron de lleno, desde su vida y obra, a la empresa de la educación pública en general, y de la femenina en particular (la misma Gorriti vivía de la enseñanza, además de lo que obtenía por sus libros). Eduarda Mansilla, ya desde su primera novela, El médico de San Luis (1860), entendía la posibilidad de regeneración social a partir del robustecimiento de la autoridad materna, que debía ser disociada de sus conexiones con la rémora, el atraso, lo estacionario, para asumir un claro papel de transformación positiva de las costumbres. Su Lucía Miranda, mucho más que una cautiva mártir (el único papel que le toca en la crónica La Argentina manuscrita , de Ruy Díaz de Guzmán, donde por primera vez aparece), es una activa educadora, una intérprete capaz de vincular mundos y cultura. Esto no significa en modo alguno que las escritoras decimonónicas argentinas, capaces de representar a las mujeres desde un enfoque no frecuentado por sus colegas varones, escribiesen solamente para su propio género. Muy lejos de ello, afrontaron con desenfado una amplia representatividad humana y social. Hablaron para todos, argentinos y extranjeros, hombres y mujeres, en nombre de su región, su cultura, su país: para describir sus tradiciones, para advertir las carencias y las injusticias, para amonestar y para generar horizontes utópicos. Así, Eduarda Mansilla, tanto en El médico de San Luis como en Pablo, ou la vie dans les Pampas , acomete la reflexión al estilo sarmientino: revisa las dicotomías civilización/barbarie, ciudad/campaña para construir, casi, un anti-Facundo, donde aspira a demostrar (antes que su hermano Lucio V.) que la mayor “barbarie” no es la de los gauchos sino la de los que se creen civilizados e intentan imponer sus ideas por medios brutales. Es también en esta novela –cabe señalar– la creadora de un personaje verdaderamente insólito para todos los clichés en la cultura letrada de la época: se trata de un “bárbaro” unitario: el coronel Moreyra, apodado “el Duro” (quizá inspirado en el cruel coronel Sandes), que manda fusilar sin contemplaciones a Pablo, el héroe de la novela, antes de hacerse leer (él mismo no puede leerla, porque es ¡analfabeto!) la carta donde consta que el Gobernador de Buenos Aires ha indultado a Pablo de la pena que le corresponde por el delito de deserción.


La postura de Eduarda a favor de los que el sector ilustrado solía considerar “bárbaros” (los campesinos gauchos de uno u otro bando, a quienes la escritora contempla, antes bien, como a víctimas de la injusticia y la ignorancia) no tuvo nada que ver con una cerrada actitud reaccionaria o chauvinista. Políglota, gran viajera, conocedora por igual del Viejo Mundo y del Nuevo (incluso los Estados Unidos de América, objeto de su libro Recuerdos de viaje, 1882, colmado de perspicaces observaciones), “tradujo” para sus compatriotas, las costumbres y peculiaridades de yanquis y europeos. Pero ese trabajo de traducción plasmado en su propia obra no fue nunca meramente “reproductivo” sino “productivo”. No copiaba los originales extranjeros sino que proponía otros. Un caso notable fue su libro Cuentos (1880), primera obra, en lengua castellana, de literatura destinada a los niños: “Sólo he intentado producir en español, lo que creo no existe aún original en ese idioma: es decir el género literario de Andersen”. Se niega también a clasificar o modelar sus relatos, según el género sexual al que éstos se dirigen, como es costumbre entre los escritores franceses. Prefiere destinatarios, niños o niñas, personalmente individualizados: “Cada uno de mis cuentos, que no he querido denominar ni como mi amigo M. Laboulaye de azules, ni como la Condesa de Ségur de rosados, lleva al frente el nombre del niño a que va dedicado” (1880 V-VII).

En Eduarda Mansilla se dan conjuntamente rasgos particulares que luego desaparecerán de la literatura argentina durante décadas: la certeza de que la voz femenina puede y debe expresarse, con su carga específica de experiencias y de perspectiva social y sentimental, y la certeza de que esta voz y esta experiencia pueden y deben cambiar, con su influencia persuasiva y educadora, las costumbres de la sociedad. También existe en ella otra convicción que perderán casi todos, varones y mujeres: la fe en el valor propio y singular de la cultura criolla a la que ella siempre se sintió pertenecer, y la decidida negativa a asumir dócilmente el papel del “bárbaro” en el concierto de las naciones. A tal punto que se permite decir en Pablo..., en perfecto francés, para que los franceses, y los europeos en general, queden bien enterados, que ellos también han sido bárbaros y han pergeñado guerras más atroces que las nuestras, y que si tantos inmigrantes llegan y siguen llegando desde Europa a la Argentina, es porque vienen huyendo de males que en ésta se desconocen.

Esta autora criolla y cosmopolita me fascinó lo suficiente como para reeditar sus libros, en tanto directora de un equipo de investigación del Conicet (ya apareció la novela Lucía Miranda , y van a salir en este año bicentenario sus Cuentos para niños , a cargo de Hebe Molina). Le dediqué además una novela ( Una mujer de fin de siglo , 1999, reeditada en 2007), que se inspira en su vida como plataforma simbólica para volver a pensar la problemática de las creadoras en general (la creación, en las mujeres, ha sido y es aún vista, si no como una decidida transgresión, al menos como un exceso, un desborde por sobre los mandatos sociales que sí corresponden al género). También, especialmente, su figura incita a revisar el lugar de las escritoras en nuestra tradición literaria, en el diseño de un canon nacional donde tantas son desconocidas y donde aún hoy se retacea el ingreso de nombres femeninos.

Fuente: Diario "Clarin" de Buenos Aires, 9 de noviembre de 2010. Revista cultural Ñ.

domingo, 8 de agosto de 2010

SALONES EN LA ARGENTINA


El arma de las mujeres

Marginadas de la actividad pública, acosadas por el hastío, aparentemente sometidas a los hombres, las damas de la aristocracia y de la burguesía, desde el siglo XVII hasta principios del XX, sólo podían satisfacer el deseo de marcar el espíritu de una época en sus tertulias. Aprovecharon ese resquicio. En las reuniones que organizaban, oficiaban de reinas e influían en las personalidades masculinas de cada período. También se valieron de los venenos, del erotismo y de los chismes.

¿HUBO en la Argentina reuniones culturales comparables a las que describe Verena Heyden-Rynsch en "Los salones europeos". Las cimas de una cultura femenina desaparecida ? La autora señala numerosas condiciones para la conformación de los salones: liderazgo femenino, tolerancia ideológica, discretos cruces de clases sociales, presencia equilibrada de artistas, científicos, literatos, políticos y extranjeros distinguidos. Pero también, la existencia de un marco de bienestar económico y una influencia visible y concreta sobre el mundo exterior, a fin de que estos círculos, en principio elitistas, cumplan su función mediadora entre la cultura y la sociedad.



Con semejantes requisitos, sobran los dedos de una mano para hablar de salones argentinos. Tal vez esto se deba a la herencia de la cultura hispánica, donde el café, de origen oriental, con su clientela masculina, se adaptaba mejor que el salón a las rigurosas costumbres ibéricas.
Sin embargo, una concepción más amplia de la relación entre cultura y sociabilidad nos permite recuperar una parte preciosa de nuestra historia cultural, forjada no sólo en los pocos grandes salones que hubo en el país, sino también en la tertulia doméstica, de tradición española, el cenáculo intelectual y la peña de café, de inolvidable memoria.


El gusto por estas formas del ocio cultivado surgió en el Río de la Plata cuando la sociedad colonial mejoró su nivel de vida y se conectó más fácilmente con el mundo exterior. Gracias a un expediente criminal iniciado en 1779 por el virrey Vértiz, se conoce la existencia de las primeras tertulias porteñas de conversación y juego. La causa se refería a ciertos pasquines injuriosos que habían circulado en las más acreditadas tertulias de la ciudad, versos burlescos alusivos a quienes entonces eran la crema de la sociedad, apellidos, salvo excepciones, hoy desaparecidos. Francisco Antonio de Escalada, uno de los comerciantes más ricos, fue considerado responsable de esas injurias. Pero en el expediente también se menciona a María Josefa Cabeza, viuda de un caballero de la Hermandad de la Caridad, cuyo círculo de señoras, militares, funcionarios y clérigos había disfrutado con la lectura de esos pasquines.

Las tertulias de la capital del virreinato no siempre se redujeron a chismes, juegos de cartas y baile. Hubo asimismo pequeños núcleos de intelectuales dispuestos a debatir ideas, compartir lecturas y dar a conocer entre amigos sus propias producciones literarias. Pionero de estas reuniones fue el canónigo Juan Baltasar Maciel, encargado de los estudios en el Real Colegio de San Carlos. Su vivienda, a espaldas de la catedral, contaba con una biblioteca de 1000 volúmenes.

Manuel José de Lavardén fue el continuador de ese cenáculo. Trasladó las sesiones al café de Marcos, al sur de la Plaza Mayor, local provisto de billar y de salón para tertulias. Allí, desde 1801, funcionó una peña literaria y política, expresión del nuevo clima de ideas que se vivía en Buenos Aires, cuya expresión gráfica sería el Telégrafo Mercantil , la publicación pionera de Cabello y Mesa. Y naturalmente, como del café estaban excluidas las señoras, algunas de ellas optarían por presidir, más que tertulias domésticas, verdaderos salones, acordes con la apertura ideológica y económica previa a la Revolución.

El espíritu de Mayo

Mariquita Sánchez, en su casa de la calle Florida y en las que ocupó en Montevideo, ofició de salonniére , al gran estilo europeo, desde 1805 hasta su muerte en 1868. A fuerza de tolerancia política, conversación refinada, curiosidad universal y amplitud de recursos económicos, se empeñó en refinar la tertulia que habían tenido sus padres en ese mismo sitio. Ese salón expresó en su momento los ideales de la Logia Lautaro y más tarde, los del romanticismo de la Generación de 1837, además de generar iniciativas concretas para difundir el buen teatro y la música culta y promover, a través de la Sociedad de Beneficencia, la salud y la educación de la mujer.


Otras mujeres presidieron salones en la primera década revolucionaria: Melchora Sarratea, de tendencia política liberal; Ana Lasala de Riglos, más conservadora, dueña de una lujosa casa de altos frente a la plaza de la Victoria (Bolívar 11). Inteligentes y politizadas; viudas, solteras o separadas, ellas contribuían a fortalecer el espíritu crítico y a renovar ideas y gustos.

Iniciada la década de 1820, los grupos afines al gobierno rivadaviano se reunían a escuchar música y leer en voz alta obras de teatro y poesía, no sólo de los autores románticos europeos -los nuevos favoritos- sino también de los incipientes nombres de la literatura argentina. Juan M. Gutiérrez elogió esa novedad y el hecho de que algunas lecturas se hicieran en la casa del ministro Rivadavia.

Hacia 1830, el clima social se volvió más restrictivo. Si bien las familias mantuvieron el hábito de reunirse en tertulias de música y de baile, los temas de conversación se limitaron a la crónica cotidiana. La opción era emigrar, como lo harían los protagonistas de la breve aventura romántica, cultural y política llamada Salón Literario (1837) que, por su corta vida, no constituyó un verdadero salón. Ya en Montevideo, Gutiérrez, Alberdi y Echeverría, los notables de ese grupo, recibirían junto a Mariquita Sánchez, en el exilio, las lecciones de educación del sentimiento y del gusto que ella impartía con gracia singular.

En el Buenos Aires federal de la década de 1840, se destacó el salón de Manuelita Rosas. La hija del dictador recibía los miércoles en la quinta de Palermo, en un clima siempre festivo y cordial. Vestida de blanco o de rosa con ribetes rojos, la "Niña", auxiliada por tías, primas y amigas íntimas, hacía los honores de comidas, bailes, paseos campestres y veladas musicales. Incluso algunos opositores al régimen se hacían ver cada tanto en este salón, donde se invitaba a músicos como el maestro Esnaola y a cuanto marino, diplomático o viajero distinguido pasara por Buenos Aires.


Entre tanto, algunos estudiantes universitarios, porteños y provincianos -recuerda Vicente Quesada enMemorias de un viejo - se juntaban a tomar mate diariamente en lo del sacristán de la Catedral, auténtico cenáculo donde se hablaba de literatura y de teatro pero no de política, por pedido expreso del anfitrión.

Después de Caseros, el cetro de la sociabilidad culta recayó en Manuel José de Guerrico. Su tertulia, apodada "el club de los pelucones" por el carácter conservador de los invitados, admitía los diversos matices de los incipientes partidos políticos argentinos. Se dice que de allí salieron las grandes iniciativas de la época, desde la construcción del primer ferrocarril, a las del viejo teatro Colón, la Aduana, el Club del Progreso y, luego de discusiones arduas entre varios de los estancieros presentes, el alambrado de los campos. Por su parte, la vieja casona de patios enladrillados, en la plaza de la Victoria, del doctor Olaguer Feliú, fue en esos años la preferida por un grupo de bibliófilos, poetas e historiadores americanistas y noctámbulos. Vicente Quesada, Juan M. Gutiérrez, el joven poeta Carlos Guido y Spano, Angel J. Carranza y Antonio Zinny, entre otros, hablaban allí de literatura, de política y de administración. Procuraban que su ánimo no decayera en medio de las indiferencia general hacia los asuntos culturales. Eco de este grupo fueron la Revista de Buenos Aires y la Revista del Río de la Plata .


A las mujeres les costaba trabajo incorporarse a esos círculos. Hacia 1860, a nuestras primeras escritoras les era más fácil abrir salones fuera del país que en su propia tierra. Juana Manuela Gorriti, mientras vivía en Lima de su trabajo de escritora y profesora, mantuvo una prestigiosa tertulia literaria;
Eduarda Mansilla de García, casada con un diplomático, tuvo salón no sólo en Buenos Aires sino también en París, donde residió muchos años.

En la década del 80, los hombres preferían dialogar entre ellos, en el club o en el café. Hasta en sus casas imperaba la separación de sexos. Rafael Obligado, poeta y rico hacendado, muy argentinista, recibía con mate y cigarros en el tercer piso de su domicilio (Tacuarí y Rivadavia), sin molestar a la familia que habitaba en los primeros pisos. Los más europeizantes escritores del Círculo Científico Literario se reunían en el Colegio Nacional, en lo de Julio Mitre y los domingos, en la quinta de Alberto Navarro Viola.

Hacia 1900, las reglas sociales imponían una rígida separación de sexos; las mujeres del grupo social dominante se visitaban seguido, cada una tenía una día reservado, pero eran reuniones restringidas a los amigos y parientes cercanos. Se daban, claro, algunas excepciones. Joaquina Arana de Torres (1840-1940), viuda del fuerte hacendado roquista Gregorio (Goyo) Torres, y su hija, Susana Torres de Castex (1866-1937), abrieron su mansión de Callao 1730 a políticos y personalidades varias, desde presidentes de la Nación a grandes músicos y cantantes, como Paderewski, Caruso, la Barrientos y Rosa Raisa. En unasoirée memorable (1913), las Torres prepararon una platea en el patio para que 300 invitados escucharan cantar Parsifal a los mismos artistas que lo presentarían más tarde en el teatro Colón.

Las hermanas Lange

El creciente cosmopolitismo y refinamiento de Buenos Aires entre 1910 y 1930 permitió una amplia oferta de reuniones culturales que Antonio Requeni ha evocado en Cronicón de las Peñas de Buenos Aires . La gente se reunía en restaurantes, en cafés, en las redacciones de los diarios y en tertulias literarias como la presidida por Rosa del Mazo, la madre de Macedonio Fernández. La más celebrada reunión cultural de esos tiempos fue la convocada por las hermanas Lange en la calle Tronador (Belgrano R), evocada por Marechal en las páginas de Adán Buenosayres . Una pléyade de escritores consagrados -como Horacio Quiroga- o en trance de serlo -Borges, Marechal, Scalabrini Ortiz- concurría los sábados y los domingos a esta residencia de la mediana burguesía, adornada por la belleza y el talento de las Lange. Por su parte, Elías Castelnuovo invitaba a su casa de Sadi Carnot a Roberto Arlt y a escritores preocupados en las cuestiones sociales, mientras que Jorge Max Rodhe, en la tradición del cenáculo, recibía los sábados. Lugones era su invitado de honor.

La presencia del embajador de México, Alfonso Reyes, (1927) marcó el cenit de esta época dorada para la creación literaria. Por entonces, algunas mujeres notables se esmeraban a la hora del té. Así lo hicieron las del grupo de Sur , Victoria Ocampo y María Rosa Oliver, aunque ésta última solía hacer comprar en el almacén de la esquina de San Martín y Charcas, gin, vermouth y jerez. En cuanto a Victoria, además de servir el té, invitaba a almorzar y a comer, aunque no parece haber recibido en días fijos. Era una gran anfitriona. En una de sus reuniones -escribe María Esther Vázquez- Eduardo de Gales oyó tocar la guitarra a Ricardo Güiraldes, y junto a Ansermet ejecutó un dúo donde el maestro tocaba el piano y el príncipe, el exótico ukelele.

Las divisiones entre fascismo y antifascismo y entre peronismo y antiperonismo crearon antinomias irreversibles en la sociedad argentina que afectaron el trato entre los intelectuales. (O.H. Villordo, señala el salón literario de María Eugenia Monti Luro de Crespo, una dama muy antiperonista, como representativo de los años 40). Pero todavía en la década de 1950/60, "Manucho" Mujica Láinez derrochaba ingenio en los salones adonde acudía con sus amigos: el de la escritora Luisa Mercedes Levinson, en el barrio de Belgrano, o el de Ester Zemborain de Torres Duggan. Por entonces, los viernes de Señales nuclearon, en el amplio salón de la revista literaria que dirigía María Esther de Miguel, a un caracterizado grupo de intelectuales.

Seguía y seguiría habiendo buenas épocas para los autores y los artistas argentinos. No obstante, en los últimos tiempos, en la década del 80, el ritmo de la vida moderna ha dificultado, mucho más que la política, los encuentros periódicos, los diálogos por el mero gusto de conversar, la lenta gestación de gustos, modas, autores, estilos. Los muy ricos estaban ocupados en consolidar su fortuna más que en atender círculos culturales.

Salones, tertulias, cenáculos y hasta peñas de café van desapareciendo como todos los vestigios de aquel siglo XVIII -el de las Luces- con el que nacieron. Contra esas tenues luces de antaño conspiran hoy las demasiado visibles de los medios de comunicación masivos, donde la fugacidad del momento se impone al largo tiempo de elaboración artesanal de la cultura. Aún existen esas reuniones culturales y sin duda no morirán del todo, pero con dificultades casi insalvables para perdurar y trascender.


Por María Saénz Quesada 

Para La Nación - Buenos Aires, 1998. Suplemento de cultura.
Miércoles 23 de setiembre de 1998 | Publicado en edición impresa

viernes, 19 de febrero de 2010

Abraham Lincoln y Sra. por Eduarda Mansilla



"Cuando por primera vez ví al Presidente de los Estados Unidos, me chocó la expresión enfermiza de su aspecto. Era alto, muy alto, seco, estrecho de hombros, con tez cetrina y cabellos renegridos, que usaba en extremo largos. Vestía siempre de negro, y su mirada revelaba profunda melancolía, algo como un gran cansancio. Aquella cabeza inclinada, aquel cuerpo desgajado, que recordaba al sauce llorón, tenía actitudes que no carecían de cierta elegancia. Era en extremo serio, y su voz, bien timbrada, no se elevaba nunca, á un diapason alto; antes se mantenía en las notas graves. Me produjo el efecto de un ser agoviado por un enorme peso; quién sabe si la muerte no vino a libertarle de responsabilidades, superiores á sus fuerzas. No era posible encararse con Abraham Lincoln, por lo menos en aquella época, sin sentir un gran respeto.


La compañera del Presidente, formaba contraste con su marido; era una mujer rechoncha, en extremo vulgar y antipática, llena de chiches comunes, que se armonizaban perfectamente con su figura pretenciosa y anti-artística; parecía haber monopolizado todo el contenido que a Lincoln faltaba.

Les visité en la Casa Blanca, sin más título que el de extranjera distinguida, pues en ese momento no habia llegado a los Estados Unidos, el jefe de Legación, de la cual era mi marido Secretario. Confieso que tuve pereza de hacer explicar su carácter de Comisionado especial para estudiar los Tribunales de Justicia (1)

Aquel título tan largo, no se prestaba cómodamente a la presentación. Los espíritus en la Unión, estaban en gran esfervescencia, y el Yankee, que todo lo acorta y laconiza, no hubiera prestado atención por ser tan complicado. Bastó un "Señora García de Sud América."

Mrs. Lincoln me acogió con cierta amenidad protectora, y el Presidente con blandura y distracción; es posible que aquello ojos tristes, fijos en un más allá sin límites, no me viera siquiera."

Fuente: Eduarda Mansilla de García . Recuerdos de viaje, edición literaria a cargo de  Juan .Pablo Spicer-Escalante, Stock Cero, Buenos Aires, 2006. 

(1) Manuel Rafael García Aguirre, marido de Eduarda Mansilla, fué comisionado en 1860 a los Estados Unidos a estudiar el sistema federal de justicia imperante en aquella nación.

jueves, 21 de enero de 2010

Otra excursión al país del norte: sobre Recuerdos de Viaje (1882) de Eduarda Mansilla (1838-1892)

Por Vanesa Miseres.


Tanto los viajes antiguos como los modernos han demostrado que el recorrido por diversos espacios y tiempos permite a un sujeto y su sociedad la construcción de una mirada sobre otras culturas y sobre sí mismos. Crónicas, diarios, notas, mapas y grabados, todos ellos como formas de registro del viaje, han revelado aquellos espacios en donde se establece una “zona de contacto” (Pratt 26, 27) con el otro. A propósito de la apertura de las denominadas “literaturas fundacionales,” el análisis del relato de viaje ha cobrado en las últimas décadas, un particular protagonismo como objeto de investigación de diversas disciplinas que analizan en estas representaciones el contraste entre culturas y la existencia de modos atípicos de enunciación de la subjetividad en la escritura. Es así como, dentro del corpus de la literatura fundacional latinoamericana, hoy en día es posible pensar a los relatos de viaje (como los de Humboldt, La Condamine o los viajeros ingleses en Sudamérica) como parte integrante—en su lectura y reelaboración del sector criollo—de la materia literaria del continente. Se hace visible así cómo el género ha funcionado como referente para la creación de los tropos y metáforas que dieron forma a Latinoamérica en el imaginario de las naciones ya independizadas (Prieto 37, 165).

Al mismo tiempo, dentro de este imaginario, el relato de viajes fue sentando normas de escritura que privilegiaron una perspectiva predominantemente masculina, en tanto toda narración de un viaje suponía como punto de partida a un sujeto encargado de observar, investigar o explorar su propia subjetividad en nuevas dimensiones geográficas y espirituales, generalmente alejadas del espacio privado de la propia cultura y del hogar, es decir, lejanas a las esferas de acción del género femenino (Paatz 67). Como resultado de esta experiencia, es entonces el hombre (quien puede emprender estas aventuras), el único sujeto al que se considera capaz de aportar conocimiento para la construcción de una identidad nacional propia. Indefectiblemente este imaginario dejó un espacio complejo de acción para aquellas mujeres que no obstante, emprendían viajes y escribían sobre ellos.

Aunque de modos menos “visibles” para esta perspectiva masculina canonizada, éstas han hecho uso de la literatura de viajes. Este género discursivo resultaba particularmente atractivo a las mujeres del siglo XIX por tratarse de una literatura que, pese a todo intento de categorización, es esencialmente heterogénea, permitiendo la fusión de un registro privado (la forma y el tono del diario o las cartas) con aspectos de la escritura de carácter público (la transmisión de datos objetivos y fidedignos para un propósito colectivo). A través de una escritura de este tipo, las mujeres tenían la posibilidad de atravesar esferas a las que por principio estaban privadas: la escritura como profesión, la vida intelectual pública.

Eduarda Mansilla—una de las figuras más representativas de la “mujer viajera” en el siglo XIX en Sudamérica—resulta ejemplar para el análisis de esta dinámica. A través de un breve estudio de su obra Recuerdos de viaje de 1882, intentaré poner en evidencia su singular modo de lidiar con la estructura discursiva del relato de viajes, de manera tal que ésta le permite construir su propia autoridad en la escritura, al mismo tiempo en que la narración de su itinerario funciona como una plataforma desde la cual enunciar un juicio individual sobre el territorio americano y nacional.

Como quise señalarlo con el título de este trabajo, será obvia en la lectura de Recuerdos de viaje la resonancia de Una excursión a los indios ranqueles, canónico texto de su hermano Lucio Mansilla, cuando la escritora reflexiona sobre el futuro de los indígenas norteamericanos, “hijos del desierto,” como de hecho los llama. También saltará a la vista de muchos lectores que este viaje, no puede ser sino otro viaje más dentro de la serie de los viajeros escritores gentleman de la denominada generación del ‘80; u otro viaje más los Estados Unidos, después del de aquel gran iniciador Domingo Faustino Sarmiento y sus Viajes, que lo conducen al país del norte en 1847. Si bien las lecturas críticas existentes hasta el momento han recuperado al texto destacando este juego de similitud-diferencia con intelectuales canónicos y cercanos a Mansilla (en su vida y contexto), para mi análisis considero que estas lecturas sólo pueden funcionar como punto de partida para analizar a Recuerdos de viaje como texto que aporta singulares perspectivas sobre la mujer y los mecanismos retóricos a través de los cuales ésta reflexiona sobre su posible inserción dentro de la figura convencional del viajero y su relato, en medio dentro de una tradición cultural que, como mencioné antes, se vale de este género para pensar a las naciones emergentes.

“Una viajera distinguida”

Es la propia Mansilla la que insiste en su carácter distintivo como viajera a lo largo de Recuerdos de viaje. Afirmaciones como “gracias al pasaporte diplomático,” “en mi calidad de lady” (11), o “sin más títulos que el de extranjera distinguida” (50) nos introducen a una mujer que se presenta a sí misma como avezada y privilegiada en la práctica de viajar. Recuerdos de Viaje narra el arribo y estadía de la escritora en Estados Unidos en la década de 1860, traslado que realiza luego de otra larga estadía en Europa. En ambos destinos, Europa y los Estados Unidos, Mansilla se encuentra acompañando a su esposo (Manuel Rafael García Aguirre), quien desempeñaba funciones diplomáticas en representación del Estado argentino (Szurmuck 58). Su estadía en Estados Unidos abarca cuatro años, tiempo en el cual recorre diferentes lugares tales como Washington DC, Philadelphia, las Cataratas del Niágara, parte de Canadá y Boston.

El texto que hoy conocemos fue publicado 20 años después de la fecha del viaje, primero por entregas en el periódico La Gaceta Musical y dos años más tarde (Paatz 69), en 1882, en forma de libro. Aunque por esta razón no sea posible medir el grado de reelaboración del mismo, Recuerdos de viaje parece indicar la intencionalidad de alcanzar a un público definido—la aristocracia porteña—y funcionar dentro de éste como una guía para aquellos que como ella, poseían el privilegio de viajar a los centros culturales y económicos del mundo: El relato describe los pormenores que componen el ritual del viajero, las ventajas y desventajas, las diferencias y similitudes entre viajar hacia un lugar u otro, las incomodidades, los tiempos, y los sujetos que intervienen en el proceso casi como “trabajadores del turismo.”

Esa mujer viajera distinguida que se enuncia desde las primeras páginas de su libro de viajes, ya se delineaba como tal mucho tiempo antes dentro de la escena nacional argentina. En primer lugar, su figura había cobrado relevancia por ser la hija de un héroe de la independencia, sobrina de Juan Manuel de Rosas, el gobernador de Buenos Aires, y hermana del destacado escritor y militar argentino, Lucio Victorio Mansilla. Proveniente de un hogar culto e intelectual, tuvo acceso a una educación inusual para las mujeres, hecho que la llevó al ejercicio de la escritura, destacándose con novelas como El médico de San Luis (1860), Pablo o la vida en las pampas (en francés) de 1869, y sus Cuentos de 1880, uno de los primeros referentes de la literatura infantil hispanoamericana. Ya reconocida públicamente por su labor intelectual al momento de publicación de los Recuerdos, había participado también, en la prensa de su tiempo, colaborando en numerosos diarios y revistas porteños (La Ondina del Plata o la mencionada Gaceta Musical, por ejemplo).

En todos los textos de Mansilla es posible identificar una actitud que caracterizó a las mujeres escritoras de la época a pesar de sus diferencias, esto es, su deseo de unir la perspectiva femenina a un nuevo discurso nacional, al mismo tiempo en que ellas mismas cobrarían protagonismo como autoras/escritoras dentro de la esfera pública cultural (Masiello 35).

Reforzando el perfil que se ofrece en Recuerdos de viaje, se ha leído recurrentemente a Mansilla como “mediadora cultural.” Con una habilidad en los idiomas que la lleva desde niña a ser la traductora de Rosas al francés, la escritora se convirtió—para su época y la crítica—en una mujer políglota que se desenvuelve sin problemas tanto en América como en Europa, o los Estados Unidos. Sin embargo, encuentro en este texto más que una afirmación de esta imagen, un proceso de búsqueda y construcción de la autoridad de Mansilla como viajera, el cual presenta sus momentos críticos de quiebre y cuestionamiento. Estos vaivenes en la construcción de un yo autorizado pueden percibirse ya cuando Mansilla narra la escena de su llegada a New York. La viajera se sincera y afirma:

"Ha llegado el momento de hacer aquí una confesion penosa, que hará derramar lágrimas, no lo dudo, al digno don Antonio Zinny, mi maestro, á quien su discípula favorita, debia en ese entónces todo el inglés que sabia. Y este resultó ser tan poco, que con gran vergüenza y asombro mío, el intérprete natural de la familia, la niña políglota, como me llamaron un dia algunos aduladores de mis años tempranos, no entendia jota de lo que le repetian los hombres mal entrazados y el laconico expresivo empleado.
<> preguntaban mis compañeros, volviéndose a mí como á la fuente. Y la fuente respondia: <> y fuerza era responder la verdad, porque mi turbacion era visible." (11)


Aquí, justamente, aquella capacidad de traductora atribuida ya desde niña, se ve amenazada ante la presencia de un otro desconocido, y frente al cual se reconoce abiertamente una falta, una carencia que se acentúa al considerar al otro como inferior al yo (mal entrazados y lacónicos). Esta confesión, dentro del espacio privado que constituye la escritura del viaje—y donde la autora se siente cómoda para hablar de sí misma—rompe con una imagen de su persona previamente forjada. Esta idea de mujer conocedora, “de mundo,” es un concepto creado sobre Mansilla en un espacio que si bien es público (la aristocracia porteña), en el encuentro con el Otro (y en el espacio del otro) es una noción que se reduce al ámbito de la propia cultura y lo conocido.

La mujer políglota, mediadora cultural, no puede funcionar como tal. Así, la confesión de Mansilla no sólo redefine la idea que de sí misma se tenía públicamente, sino que sitúa como punto de partida de su experiencia una problemática en torno a la cuestión de la autoridad, aspecto central de la construcción de todo relato de viajes. Recuerdos de viaje nos marca en su inicio que si tradicionalmente se concebía a la figura del viajero como la autoridad capaz de “traducir” lo ajeno a términos de la cultura propia casi linealmente—algo que ella misma parece asentir en algunos pasajes—, este gesto no es más que una construcción histórica, retórica y discursiva con la cual cada sujeto se relacionará de modos individuales, ambiguos, y hasta incómodos.

Como segunda instancia en la cual Mansilla socava esta noción de la autoridad en su texto de viaje, es posible mencionar aquellos pasajes en que la escritora introduce referencias a la historia norteamericana. La misma autora afirma que “no es posible hablar de los Estados Unidos, sin penetrar un tanto en su vida política” (26). Al plantear esta especie de “necesidad” de la nota histórica en una narración de viaje, Mansilla demuestra estar consciente de las expectativas de un lector de dicho género, pero sugiere al mismo tiempo que no habla de la Historia por voluntad propia, sino en cumplimiento de este requisito de fondo y forma del relato. La escritora reclamará su autoridad como narradora/testigo (siguiendo el modelo tradicional del viajero), pero sin dejar de plantear su incomodidad frente a este lugar de enunciación. Advierte así a su público: “aquellos lectores que de la Historia no gusten, pueden saltarlo; no por eso comprenderán ménos de mis impresiones de viajera” (26). Esta cita nos muestra que aunque conoce las normas y requisitos de un relato de viajes, Mansilla vuelve a sentir esa carencia que sentía frente a los yanquis “malentrazados,” ahora frente a una tradición literaria en la no que parece sentirse totalmente inserta. En consonancia con esto, afirma en otra ocasión en la que decide hablar de las oposiciones entre el Norte y el Sur: No es posible estudiar, como simple viajero á los Estados Unidos, ni dar una idea de los móviles del Sud, al levantarse contra la Union, sin echar una mirada rápida sobre su historia y forzosamente tambien, estudiar los elementos que formaron en su origen la Union Americana.

De nuevo Mansilla, antes de hablar de la Historia, cuestiona su autoridad como “mediadora cultural” entre lo propio y lo ajeno: aquella viajera distinguida de las primeras páginas, al tocar el carácter histórico del espacio que recorre, se enuncia incapaz de transmitir acertadamente al público lector una idea de las oposiciones y circunstancias que habían desencadenado en la lucha entre la Unión Americana del Norte y el Sur de los Estados Unidos.

De esta manera, se puede afirmar que si ser una viajera distinguida le permite a Mansilla viajar de manera socialmente aceptable (en tanto acompañante de su esposo, en cuidado y sostén de una familia), esta misma condición “regula” aquello que de ese viaje ella misma pueda narrar. Hacia finales del siglo XIX, siendo escritora famosa, reconocida entre porteños y europeos, y habiendo dejado atrás la recurrencia a los seudónimos, Mansilla cree aun necesario cierto encubrimiento del “acto de autoría” estableciendo estratégicamente el carácter prescindible de sus notas históricas, campo que no se suponía de incursión de la mujer: habla de la historia pero dice hacerlo sólo un tanto; le dedica un capítulo especial en su libro, pero sólo porque es necesario y puede ser saltado.

En resumen, los pasajes aquí analizados demuestran que existe en Recuerdos de viaje una relación ambigua entre la narradora y su posición frente a la figura del yo autorizado del viajero, la cual expone la serie de condicionamientos (sociales y genéricos) de los cuales Mansilla es consciente y afronta. Si bien el yo se “somete” a la norma patriarcal, en tanto “encubre” su autoridad en el campo histórico, al mismo tiempo está abriendo la puerta a una reflexión en torno a los fundamentos ideológicos que sostienen la figura de la autoridad en el relato. Esos mecanismos se exponen, se reconocen, y la voz narradora se ajusta a ellos de manera magistral. Si Mansilla es mediadora, traductora, y distinguida, no lo será tanto por su manejo de las lenguas o su capacidad o no de adaptación a un espacio diferente, sino por su habilidad de leer e insertarse dentro de una tradición literaria, abriendo el campo cultural decimonónico a la participación y protagonismo de la mujer escritora.

“Trazando fronteras”

Así como su condición de mujer y viajera aristocrática dejan ver en el texto de Mansilla estos planteamientos del género en relación con la construcción de un yo, su condición afecta, al mismo tiempo, la enunciación de la opinión y escala de valores propias frente a la realidad de su época. María Rosa Lojo, una de las críticas que más se ha ocupado de la vida y obra de Mansilla, afirma lo siguiente en uno de sus artículos sobre Recuerdos de viaje: Llama la atención que Eduarda no elija el escenario europeo que le es tan afín y en cuyos salones ha brillado, para convertirlo en objeto de sus recuerdos, y prefiera, en cambio, a los vecinos del Norte. Quizá lo hace precisamente porque el nudo de conflicto que entraña su experiencia norteamericana despierta en ella un mayor interés polémico y literario: sentimientos ambivalentes de atracción y rechazo por una república a la vez hermana (en tanto parte de América) y distante en cuanto a la lengua, la cultura, las costumbres. (Lojo, “Eduarda Mansilla, entre la barbarie yankee y la utopía de la mujer profesional” 15)

Lojo apunta acertadamente a un aspecto del texto de Mansilla, que no sólo sienta las bases de las preferencias de la autora, sino que también articulará el aparato ideológico de los Recuerdos de viaje. De Muchas maneras, Estados Unidos se constituye para Mansilla, en “un espejo a su medida.” En primer lugar, resulta mucho más factible para ella servir de guía escribiendo sobre Estados Unidos que sobre Europa, ya que el Viejo Continente para la clase y generación a la que la escritora pertenece, forma parte integrante de lo propio, en tanto terreno común que todos conocen y transitan. En segundo lugar, se trata de una nación nueva, que comparte tiempos y circunstancias con los países hispanoamericanos, pero que al perfilarse como potencia, es una nación que despierta la pregunta sobre el futuro e identidad de América frente al avance de esta región.

Aunque encontrará diferencias radicales entre el Norte y el Sur de los Estados Unidos, especialmente por referirse al país en plena guerra civil, las evaluaciones de Mansilla serán contundentes frente a determinados aspectos fundacionales del país. Afirma por ejemplo: En la América del Norte, como en la nuestra, el viajero no halla esos preciosos recuerdos históricos, revelados por los monumentos, por la fisonomía misma de las ciudades. Todo es allí obra del presente, nuevo, novísimo y exento de ese encanto misterioso que el tiempo imprime á las piedras, á los edificios, á las cosas.

La historia de ese país, como sus monumentos, es toda de ayer, de ahí la pobreza relativa que impresiona desagradablemente al viajero que llega de Europa, si bien comprende toda la riqueza y poderío que esa parte del Nuevo Mundo encierra. Halla mucho que lo sorprende; pero poco que lo seduzca. (15)

Al hablar de la configuración reciente de los Estados Unidos, Mansilla nos brinda de nuevo esta sensación de que se encuentra frente a “un espejo a su medida.” Norteamérica tiene las mismas carencias del país del que Mansilla proviene: es nuevo, sin historia, sin carácter distintivo ni en su arte ni en su arquitectura, todo esto juzgado desde los parámetros estéticos y culturales que, a falta de propios, se buscan en Europa, ese espacio que la escritora ostenta como fuente de su propio capital cultural. A partir de este posicionamiento Mansilla destacará las “conveniencias” o “utilidades” de los norteamericanos, pero el país será figurado de forma grotesca frente al insuperable refinamiento europeo: tropezará con “séres groseros, feos, mal trazados” (10) y enunciará juicios tales como “París es mas tentador” (2) o “yo prefiero hasta naufragar con los Franceses” (4). De esta forma, antes que discutir la civilidad frente a la barbarie—tropos organizadores de la experiencia de muchos viajeros—Mansilla propondrá una dicotomía diferente: lo moderno y lo bello. Así, si dice no poder valerse ni del conocimiento de una lengua a la perfección ni de la historia del país, la escritora se valdrá entonces del gusto, mecanismo de evaluación que no sólo conoce a la perfección, sino que es la herramienta por excelencia de la mujer para insertarse en una tradición y su literatura. Encontramos por ello reflexiones en como la siguiente:
Pocas cosas hay más susceptibles de crecer y educarse que la admiratibilidad. El salvaje no se da cuenta de los edificios que ve por vez primera; los ve mal, los juzga con su criterio estrecho de salvaje. Para comprender lo bello, es forzoso tener en nosotros un ideal de belleza, y cuanto más elevado es éste, mayor es nuestro goce, por mucho que el reverso de la medalla, produzca en nosotros, cierta insaciabilidad estética, si la palabra es permitida, y nos incline un tanto al pesimismo. (12)

El gusto que ha conseguido Mansilla tras su larga experiencia de viajera que visita y revisita los centros de la cultura, se constituyen en la formación alternativa que le permitirá, a través de su texto, redimir aquel desconocimiento sobre el que insistía en otros pasajes analizados. Si Mansilla no entiende el inglés de los yankees, no será finalmente porque ella no tenga las herramientas necesarias para el encuentro con el otro, sino porque ese otro es en realidad quien carece de la educación, los valores y el gusto europeo que ella se atribuye. Mansilla crea retóricamente situaciones que la desplazan entre el saber y no entender, entre el querer decir y no poder, de manera tal que esto le sirva no solo para enunciar su autoridad de forma menos chocante a los parámetros de su época, sino también para elaborar su propio juicio sobre Norteamérica. Bajo la perspectiva del gusto, los Estados Unidos quedarán para Mansilla del lado de lo que “no se debe ser” en contraposición a los valores que la escritora encuentra en Europa, y en consecuencia, dentro del sector criollo hispanoamericano allí formado.

Esta apreciación explícitamente subjetiva de los Estados Unidos, conduce a la escritora a la consecuente configuración de un “nosotros” hispanoamericano definido en términos opositivos. Los Estados Unidos son un país mercantilista, calculador, sin linaje, ignorante de sus vecinos (dice por ejemplo “la raza que se da a sí misma el nombre de Americana”, o “algo saben de México porque día a día han ido apropiándose algún pedazo del antiguo imperio de Moctezuma”). Por el contrario, “los Latinos … que hemos también formado nuestro mundo, en este hemisferio,” afirma Mansilla, seremos conocedores del mundo y el gusto europeo (“el buen gusto”), educados, cálidos y espirituales, a pesar de que estas características, que también ella encuentra en el Sur de Estados Unidos, tengan por destino el fracaso (Viñas 68).

En conclusión, la evaluación de la escritura de Mansilla que he ensayado en este estudio propone recrear el diálogo e interacción que esta misma obra sugiere entre la mujer escritora-viajera y su contexto, de manera tal que Recuerdos de viaje puede ser leído no ya como un complemento útil de la obra de su hermano o de la de Sarmiento, sino, como un trazo más que se incorpora a una tradición literaria en continua reelaboración. Eduarda Mansilla se vale de las herramientas que tiene a su alcance como mujer (que no tiene la educación del letrado, que tiene restricciones aun como viajera distinguida, pero sí logra un acceso a los códigos socioculturales de su tiempo) para construir una visión propia tanto de sí misma como de su nación y continente frente a un espacio que comenzará a definir, por oposición, al ser latinoamericano, y logrará su forma más acabada en propuestas como las de Martí en Nuestra América o Rodó en Ariel. Las estrategias discursivas aquí analizadas, si bien no desmienten la mirada autorizada masculina, reclaman sin embargo su singular espacio dentro de la compleja y polifónica cultura decimonónica sudamericana.

Fuente: Extracto de un trabajo publicado por Vanesa Miseres. Profesora de Letras, quién actualmente se encuentra escribiendo la tesis de su doctorado en la Universidad de Vanderbilt en Estados Unidos.