
En Lucía (1860), su novela inicial, luego reeditada (1882) como Lucía Miranda, Eduarda decide emprender un viaje por el tiempo. Se remonta a la incursión de Sebastián Gaboto, fundador del primer asentamiento español (el fuerte de Sancti Spiritus, en 1527), en la tierra que luego sería la provincia de Santa Fe. La iniciativa del marino veneciano concluye en la derrota militar y el fracaso económico, pero aporta a nuestro imaginario dos mitos: el de la Ciudad de los Césares, y el de Lucía Miranda. Ambos sobrevivirán hasta el siglo XX.
El primero en escribir sobre esta “señora española”, casada con el militar Sebastián Hurtado, es otro militar, funcionario y aficionado cronista de respetable instrucción y buena prosa: Ruy Díaz de Guzmán, nativo de Asunción, descendiente por parte de padre de un linaje prestigioso cuya cabeza es el duque de Medina Sidonia y, por parte de madre, del conquistador Domingo de Irala, pero también de una de sus concubinas guaraníes, bautizada como “Leonor”.

En la enumeración de sus ancestros, Ruy Díaz omite la existencia de esta abuela, que no debía de constituir para él motivo de orgullo. Pero en su crónica palpita ya la ambigüedad de una voz que se sabe perteneciente a dos mundos. Ni Lucía Miranda ni Sebastián Hurtado, ni ningún otro de los personajes nombrados por Ruy Díaz existen en los documentos de la expedición de Gaboto. Leyenda oral, o pura invención del propio cronista, el relato explica la guerra por la ocupación del territorio a través de la disputa entre indios y españoles por una mujer. Luego de un período de buena convivencia inicial, la armonía se rompe cuando el cacique Mangoré se prenda “desordenadamente” de Lucía Miranda.
Para apoderarse de ella invade el fuerte, y aunque muere en la refriega, su hermano Siripo lo sucede en esta pasión infeliz. La anécdota concluye con la ejecución, ordenada por Siripo, de los esposos que no renuncian a su amor, y con la destrucción final de la fortaleza. La referencia a la Ilíada es visible aun en los detalles, como el ingreso de los timbúes en el fuerte gracias al “presente griego” (esta vez no será el caballo de Troya, sino los codiciados víveres que los cristianos no parecen capaces de obtener por sí mismos). Pero no todo es tópico legitimador ni loco enamoramiento. También se oyen, contundentes, las fundadas razones del “bárbaro”: si no se rebelan a tiempo contra los españoles, tan “señores y absolutos en sus cosas”, dice Mangoré a su hermano, después ya no lo podrán hacer y quedarán “sujetos a perpetua servidumbre”.

Mucho se parece esta voz a la de Calibán, que es su contemporáneo. La llamada Argentina manuscrita (por el tipo de circulación que tuvo hasta 1836, en que fue finalmente publicada por Pedro de Angelis) se terminó, según se estima, hacia 1612. De 1611 data The Tempest, de William Shakespeare, pieza donde debaten dos líneas filosóficas en la valoración del “salvaje” (Calibán) y del brave new world: la visión utópica del “hombre natural”, inocente y sin vicios en una tierra paradisíaca, y la consideración del nativo como un ser deforme, monstruoso, degradado, primitivo en el peor sentido del término, que debe ser sometido al dominio de la civilización superior, junto con su paisaje de intemperie. Aun así, el “monstruo” se justifica con argumentos elocuentes: “Tengo derecho a comer mi comida. Esta isla me pertenece por Sycorax, mi madre, y tú me la has robado. Cuando viniste por primera vez, me halagaste, me corrompiste. (...) ¡...fui rey propio, y me has desterrado aquí, en esta roca desierta, mientras me despojas del resto de la isla!”.
¿Pudo llevar algún viajero ibérico o algún corsario inglés la historia de Lucía Miranda a los oídos de Shakespeare? La crítica se lo sigue preguntando. La elección del nombre para el personaje femenino protagónico (la mujer deseable y deseada por el “salvaje” en ambas historias), ¿se debe tan sólo a la etimología latina (Miranda: la que debe o merece ser admirada), o acaso (también) a la impresión que pudo haber producido el sonoro apellido español de la crónica?
No se ha probado que Shakespeare conociera el episodio de Lucía Miranda, pero es indudable que otro dramaturgo inglés tuvo acceso a él. Se trata del mediocre y olvidado Thomas Moore (ni el autor de Utopía, ni el gran poeta irlandés amigo de Byron), quien, en 1717, dio a conocer la obra Mangora, King of the Timbusians, notable, según la crítica de sus contemporáneos, “sólo por sus despropósitos”. Seguramente Moore había leído la Historia (1673) del padre Del Techo, el primero de los historiadores de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay que incorpora el episodio narrado por Ruy Díaz. Poco informado, o despreocupado en absoluto de toda verosimilitud, Moore pinta a los timbúes como negros africanos, que viven rodeados de espléndidas riquezas. Tan pronto usa el tópico del “pueblo inocente” como el del salvaje lujurioso y bestial. Su crítica a los móviles de los conquistadores españoles, y sobre todo del grotesco cura (Fray Jacques, un modelo de vicios), no atenúa la mirada racista sobre los indígenas que, aun desde ellos mismos, son (auto) descalificados permanentemente por su negrura y fealdad, la cual los hace aborrecibles a los ojos de las damas cristianas (Lucy y su hermana Isabella). Los caciques tienen en Moore personalidades claramente diferenciadas: una positiva, caballeresca y casi lírica (Mangora), y una negativa, hosca y brutal (Siripus). Es interesante comprobar que lo mismo sucede en la novela de Eduarda Mansilla, aunque sus personajes son tanto más complejos.

Nuestra autora había leído a Ruy Díaz de Guzmán, a Shakespeare (no cita The Tempest en sus epígrafes, pero sí Macbeth y Hamlet), y quién sabe si a Thomas Moore. Conocía la historia jesuítica del padre Guevara, publicada asimismo por el erudito Pedro de Angelis, en la que se basa para las muchas y minuciosas observaciones antropológicas de su libro. Hasta pudo haber visto representar, de niña, alguna refundición del extraviado Siripo (1789), de Manuel de Lavardén. No son desdeñables las afinidades con The Tempest. La Miranda shakespeariana tiene un sabio maestro: su padre, el mago Próspero. El maestro de Lucía Miranda es un padre espiritual: Fray Pablo, que también le da una educación letrada, poco usual en la época para las mujeres. Como Miranda, Lucía se convierte en “educadora”, posee la llave de dos lenguas (la suya y la de los otros). Y la voz narradora asume algunas razones de Calibán, denunciando tanto el maltrato al que se había sometido a los aborígenes, como la indolencia española, que pretendía obtener grandes riquezas sin ningún trabajo.

La novela casi homónima y simultánea (1860) de Rosa Guerra, otra escritora argentina, también opta por retomar este mito, pero lo hace en un relato más acentuadamente sentimental, con una estructura mucho más simple, y menor atención a la fundamentación histórica y la descripción etnográfica. Lo novedoso en Guerra es el ambiguo erotismo: el deseo velado de la española por el apuesto cacique Mangora. En Mansilla, la belleza física y el encanto personal del jefe timbú Marangoré no detentan menos relieve (aunque Lucía sigue empecinadamente enamorada de su marido), pero la mayor novedad radica en el carácter de su heroína, último y perfeccionado eslabón de una intrincada “saga femenina” a la que se dedica la primera y más extensa parte de la novela. Su Lucía elige libremente y se hace cargo de sus opciones hasta las últimas consecuencias. Es una admirable Miranda capaz de lucidez intelectual y de un desafiante coraje moral, situada por encima de la función épica y guerrera. Su apuesta por la función educativa, capaz de desembocar en una síntesis cultural (aunque la dominante sea la cultura hispánica) emerge como modelo para una sociedad todavía tensa entre la Confederación y Buenos Aires, donde los llamados “bárbaros”: gauchos, indios, así como las mujeres (siempre puestas del lado de la irracional “Naturaleza”), buscan un lugar que no implique la mera subalternidad. Sus personajes lo encuentran. Lucía muere, pero su ahijada, la timbú Anté, y su prometido, el soldado español Alejo, escapan de la destrucción del fuerte hacia la libertad de la pampa abierta, no ya “desierto”, sino espacio protector para un amor que tiene futuro: la sociedad argentina misma, nacida de ese mestizaje original. Esa, la aceptación del mestizaje como raíz fundante del cuerpo social y cultural de la nación, es la otra gran diferencia de su novela.
Fuente: María Rosa Lojo, Página 12, Suplemento Radar libros. Domingo 12 de octubre de 2008. (Resumen de un artículo de mayor extensión)