domingo, 3 de mayo de 2009

Miradas sobre la mujer y la patria, desde el balcón de Eduarda Mansilla

Por Hebe Beatriz Molina

Eduarda Mansilla de García es la escritora argentina más ilustrada del siglo XIX y, paradójicamente, una de las más opacadas en la historia literaria argentina. Su condición de esposa de un embajador le permite residir en París y en Washington, principalmente, desde 1860 y por casi diecinueve años. Durante esa estancia en el exterior, intercambia opiniones sobre temas diversos –filosóficos, literarios, políticos y morales– con pensadores de renombre, reafirmando de este modo el temple de mujer intelectual que había revelado en sus primeras novelas: El médico de San Luis, Lucía [Miranda], ambas de 1860; y Pablo ou la vie dans les pampas, de 1869, escrita en francés para el público europeo. Cuando regresa a la Argentina, colabora sobre todo en El Nacional, La Gaceta Musical y La Nación con artículos que tratan asuntos muy variados. Dado que estos textos son hoy casi inaccesibles, en esta ponencia, nos limitaremos a dejar hablar a Eduarda y sólo presentaremos algunas de sus opiniones, sobre todo acerca de la mujer y de la patria, a fin de apreciar la singularidad y la firmeza de su pensamiento.

Si bien todavía se sabe poco de sus actividades en la Argentina entre 1879 y 1884, podemos imaginarla –gracias a sus propias palabras– en el balcón de la casa materna, en ese jardín suspendido en el cual disfruta de agradables momentos, de la brisa fresca del río –aun en el tórrido verano porteño– y de la compañía de un jazmín diamela y de un gato negro:


[…] ese balcon encantado tiene el poder de hacer volar mi fantasia en todas direcciones así que en él penetro. Elevada, muy elevada sobre el nivel del suelo, tocando casi las nubes, y digo casi solo por modestia, pues á mi se me figura que alcanzo á tocarlas ó que ellas me tocan mas de una vez (“Mi balcón”).

Desde esa altura contempla y analiza su tierra natal con los ojos renovados de quien viene de observar otras sociedades, a las cuales a veces –sólo a veces– ha llegado a admirar. Los lectores argentinos la recuerdan gracias a retratos y semblanzas publicados durante su ausencia .

También, gracias a algunos artículos que escribe como corresponsal. Así, desde Estados Unidos envía una reseña sobre la traducción que Carlos Morla Vicuña realiza del poema Evangelina, de Longfellow (1878). En este comentario, Eduarda explicita su concepción literaria. Ella defiende la postura romántica de la idealización: “A mi entender la mision del poeta, del artista, no es copiar como la fotografia, ni calcar las líneas como las máquinas; el genio no copia, el genio idealiza” (200). No obstante, reconoce que necesariamente el romanticismo ha pasado de moda y que al poeta moderno, como Longfellow, “el espíritu de la época exige […] cierta honradez que así quiero llamar á la verdad ó realismo que es el gusto de nuestros dias” (200). En otras palabras, Eduarda propone como misión de la poesía la idealización de la realidad contemporánea. Al terminar la reseña, describe al traductor con mirada femenina para deleite de sus lectoras: “Sueñe la mas entusiasta de sus jóvenes lectoras, una cabeza de poeta de 25 años, agregue á dos ojos azules, mansos é inspirados, una frente tersa de una blancura femenina, corone esa frente de cabellos rubios ensortijados y sedosos, y tendrá una idea aproximada de Cárlos Morla Vicuña” (202).

Los artículos de esta escritora más interesantes son los publicados en El Nacional , y que están firmados indistintamente “Eduarda M. de García”, “Eduarda Mansilla de García” y “Eduarda”, pues los lectores de ese periódico ya la identifican con certeza. Los textos se destacan por ser discursos persuasivos de alta calidad, que ponen de relieve los profusos conocimientos y las habilidades retóricas de la escritora: estructura hábilmente organizada desde un planteo teórico, respaldado en la autoridad de poetas o filósofos tanto antiguos como modernos; progresiva presentación de la situación criticada; apelación eficaz y prudente a la afectividad del lector; firmeza en la defensa de sus valores; amenidad y uso de recursos propios de una conversación. Toda esta serie de artículos constituye una fuente imprescindible –hoy casi desconocida– para entender el pensamiento de esta escritora y para apreciar su originalidad; por eso, nos detendremos en algunos de ellos.

En el orden de los temas públicos, interesa “Política europea (A propósito de los ‘Recuerdos de viaje’)”, acerca del texto que Lucio V. López venía editando en El Nacional y al que la escritora alaba al mismo tiempo que cuestiona en algunos puntos. A partir del entusiasmo manifestado por López respecto de los estudios de Taine, Eduarda objeta el poder asignado a los libros y, por ende, a las teorías vertidas en ellos: No, los libros, por buenos, por admirables, por sanos, que sean, no son nunca “un ejemplo vivo” que sigan los revolucionarios, ni en pro ni en contra. Las revoluciones son siempre hijas de causas complexas y diversas, q’ obedecen á leyes tan inflexibles como ciegas; ni el génio de Tácito suprimió los tiranos, ni el buen juicio de Taine hará desviar en un ápice la corriente fatal del espíritu comunista, que hoy devora á esas sociedades exhaustas.

En cuanto a la importancia política de las naciones hispanoamericanas en comparación con las europeas, Eduarda inclina la balanza a favor de aquéllas ya que aprecia el sentido de democracia de estos pueblos: “Y creo no equivocarme al proclamar, que salvo una ó dos escepciones, en Sud America nadie ha puesto en duda de unos cuarenta años á esta parte, ni aun los mas osados, la belleza ni la utilidad de las instituciones democráticas”.

Debido a que el texto de López es un relato de viajes, Eduarda opina sobre los distintos pueblos que el viajero describe. Reconoce que los europeos en general aprecian muy poco al hispanoamericano, pero también que “mayor desden que éstos, tienen por nosotros los Americanos del Norte”, para quienes “ni siquiera, somos una mala cópia de sus instituciones”; y de modo lapidario remata: “El yankee por Americano no conoce sinó á él y como libre á él y sólo á él”. Por eso, critica la “pueril ignorancia” de los argentinos: “creemos que la nacion mas egoísta de la tierra, piensa en nosotros, nos admira y estaria hasta pronta á ayudarnos llegado el caso”. Eduarda confía más en los ingleses, quienes han dado “pruebas tangibles de su fé en nuestra existencia”, sobre todo otorgándonos créditos diversos. Pero los elogios mayores recaen sobre Francia, “no solo la mas rica, como suelo, sino como virtudes” entre todas las naciones europeas. La escritora valora no tanto sus “galas” artísticas y literarias, como el sistema económico basado en la distribución de las tierras entre los paisanos: “La revolucion, entre muchos bienes, ha dejado á los franceses ese retaceo benéfico de la propiedad, q’ es el mas grande de los problemas económicos realizados en los tiempos actuales. La fuerza económica de la Francia está ahí, su fuerza social en la familia”.

Consideraciones como éstas, respecto de las sociedades europeas y norteamericana en comparación con la argentina, son expuestas con igual perspicuidad en “Siempre sobre modas”, artículo en el que Mansilla critica a sus compatriotas la manía de imitar a los franceses y que vayan perdiendo las costumbres propias, que marcan la idiosincrasia nacional. Con un poco más de indulgencia, presenta la que considera la “única mania grave” de los porteños: la de ir al teatro Colón vestidos de rigurosa etiqueta. Para Eduarda, es “nuestro lujo, nuestra debilidad, nuestra servidumbre elegante” (“Servidumbres”).

Eduarda no sólo observa críticamente las funciones de la ópera, sino que también inspecciona otros lugares menos prestigiosos, como lo es la cárcel porteña. Lo hace, según explica en “Una visita á la Penitenciaria”, con el propósito de estudiar la “fisonomia privada, intima, real” de su “patria”. Se basa en el siguiente postulado:
Para juzgar á un pueblo, para pesar el grado de moralidad, de cultura real, de felicidad á que ha llegado, fuerza es estudiarlo en la rutina de su vida ordinaria, en la intimidad de sus hospitales, de sus escuelas, de sus cárceles, buscando asi, esa fisonomia íntima que se revela infraganti en el deshabillé social. «No hay hombre grande para su ayuda de cámara,» dice el adagio; yo creo por el contrario, que el hombre verdaderamente grande debe revelarse tal, hasta en la intimidad mas privada; otro tanto digo de una nacion.

La luminosidad, el aseo y el “comfort” de la cárcel cautivan su espíritu y embelesan su mente. Pero así como resalta lo que juzga correcto, denuncia lo que le parece inaceptable, sobre todo cuando su preocupación se orienta hacia situaciones muy penosas que estremecen y demandan caridad, como la que padecen los veteranos de guerra lisiados que piden limosna por las calles. Eduarda evalúa este caso con vehemencia: Doloroso, cruel pago, dado al defensor de nuestro suelo, de nuestras instituciones, de nuestras pasiones mismas, que el soldado, verdadera chaire a canon entre nosotros, es el principal instrumento, ciego, inconciente; desgraciado, de ambiciones y ambiciosos. Pobre soldado! Aclamado cuando es victorioso, vilipendiado cuando es vencido y olvidado, cuando queda inservible. Ay! Esto es cruel, es atroz, es bárbaro, es indigno de nuestra presente civilizacion y clama al cielo pidiendo justicia! (“Una limosna”).

El reclamo está dirigido a los legisladores, a quienes solicita arbitren los medios económicos necesarios para la instalación de un asilo de inválidos, de modo tal que no deban mendigar públicamente. Y lo demanda “por amor de la patria”, aun cuando agrega otros motivos: la higiene pública, la sensibilidad femenina y el gusto estético: “por caridad, por amor á lo bello, no exhibamos nuestros cojos, mancos y ciegos en nuestras calles” (el resaltado es mío).

A los temas femeninos Eduarda también dedica varios artículos. En “El gran baile del Progreso”, defiende los rasgos más distintivos de las mujeres: su sentido de la estética y su afición al lujo y a la cosmética. Organiza su argumentación a favor del baile y de las mujeres apelando a leyes naturales y al ejemplo de las divinidades antiguas: “Luz y flores son gala de naturaleza, la mujer el complemento. El lujo tal cual los hombres lo comprenden, tiende siempre á acercarse a ese ideal. El amante ofrece á la mujer amada flores y joyas: luz y perfume”. Desde la “sencilla y candorosa doncella” hasta las diosas del Olimpo (Juno, Minerva, Venus) gustan de adornarse con elementos bellos, sea una rosa, sean brillantes atavíos. Esta actitud no debe asombrar porque es una ley suprema: Ley de naturaleza es agradar. No se escandalice algun ceñudo Caton, que al engalanarse la mujer obedece inconciente á una ley de amor. Embellecerse, agradar, amar y ser amado, es contribuir á la ley de armonia suprema que rige los mundos.



El baile es un ámbito privilegiado para la seducción. En medio del apogeo positivista, Eduarda reanima la importancia de las sensaciones, que otrora defendían los románticos, y lo hace recurriendo a la experiencia masculina: Bailar con la mujer amada, es como todo hombre lo sabe, una de las sensaciones mas poderosas que puede esperimentar un pecho mortal. Ceñir el talle gentil, sentir cerca del corazon palpitante otro corazon que se ajita dulcemente, ver bajo leve gaza levantarse el túrgido seno, confundir las miradas, estrechar las manos, cambiar en recortadas palabras, en voz baja y misteriosa, en tanto la música envuelve en nube de armonia cuanto toca, es algo que no desdeña ni Cristiano ni Musulman cuando tiene el corazon puesto en su lugar.

Eduarda no esconde los trucos ni las causas del embellecimiento de las mujeres. La belleza es una cuestión de actitud: “mas de una falsa reputacion de hermosura es el resultado del firme propósito de parecer bella”. Propone, además, una curiosa explicación, que justifica indirectamente el boato de los bailes: “las mujeres cobran belleza las unas de las otras; hay en un conjunto de mujeres hermosas como un fluido invisible que se desprende de las unas para embellecer á las otras”. No obstante, cada una mantiene su independencia de criterio: “Cada mujer se engalana como le place, como le sienta, como su intelijencia se lo sujiere; que hoy para vestirse bien, es fuerza conocer las leyes de la estética. Pero qué mujer, no las conoce por instinto”. A los varones los despierta con esta verdad: las mujeres no se engalanan para seducirlos. Tal aseveración proviene de la voz de la experiencia: “Una mujer de suma esperiencia, me dijo un dia. «Las mujeres nos vestimos las unas para las otras; con los hombres hay que cuidar el resultado jamas el por que.»”.

Las opiniones políticas de Eduarda sobre la mujer se hallan sintetizadas en uno de los últimos artículos que publica en Buenos Aires, esta vez en La Nación: “Educación de la mujer” (1883). Es una carta dirigida a Francisco Lagomaggiore, quien acababa de publicar América literaria: Producciones selectas en prosa y verso. De esta antología, el compilador ha recomendado a Mansilla un artículo de José Pedro Varela. Aunque ella aprecia la “observacion práctica nada comun, y el propósito altamente moralizador y adelantado” del educador uruguayo, objeta sus consideraciones negativas respecto de la costura: “pienso, como Jorge Sand, que cuando la mujer cose es cuando su pensamiento se reconcentra mejor”. Esta labor beneficia tanto a las damas pudientes como a las de escasos recursos. A las primeras, esta ocupación manual le proporciona un quehacer que evita el aburrimiento: “ni se fastidia, ni como pintorescamente decian nuestros abuelos, peca con el pensamiento”. Por eso aconseja que las niñas cosan sus vestidos y el de sus muñecas; esta preparación tendrá su recompensa afectiva: “la suprema dicha de vestir al nene, el encanto del hogar”.

Para las mujeres que necesitan trabajar, el oficio de costurera puede solucionarle sus problemas económicos pues la costura se paga muy bien, mucho más que los escritos literarios. Como ejemplo, menciona a famosas modistas francesas que ganan más que Jorge Sand. En Buenos Aires, la situación no es menos provechosa: En cuanto á las costuras blancas, hacen vivir aqui á muchas familias. Por término medio, las obreras, las buenas obreras que saben cortar y arreglar, y tienen máquinas, –pues hoy la mecánica ayuda considerablemente á la mujer, sin por eso exonerarla de la parte artística de su tarea, ó sea el corte y el arreglo,– ganan de cuarenta á cincuenta pesos diarios.

Este encomio de la modesta tecnología en boca de Eduarda puede sorprender a quienes hayan leído sus Recuerdos de viaje, pues en ellos la escritora aprueba el trabajo de las mujeres en el periodismo porque es “un medio honrado é intelectual para ganar la vida: y se emancipan así de la cruel servidumbre de la aguja, servidumbre terrible desde la invencion de las máquinas de coser” (121). No creemos que en un año Eduarda haya cambiado de opinión; lo más probable es que aprecie las diferencias económicas y socioculturales entre los Estados Unidos y la Argentina: lo que es bien visto en el país del Norte, por la mentalidad liberal que en él impera, no es lo más conveniente en un país donde el liberalismo no ha llegado todavía a sacudir la estructura social de los géneros. Quizás, también, por experiencia propia, sepa que en la sociedad porteña las periodistas no son bien pagas. Parece aconsejar, como ya había indicado en El médico de San Luis, que las mujeres deben aprender lo que les más beneficioso según el contexto en el que viven.

En el artículo de La Nación que veníamos comentando, además del aspecto económico-laboral , Eduarda destaca las habilidades estéticas que la costura desarrolla en la mujer: “Yo, quizás, porque soy mujer, pienso que la moda y el lujo son esponentes de civilizacion, y que el embellecimiento de la mujer es, ha sido y será mientras ella reine, y reinará siempre, una ley natural”. Eduarda recurre insistentemente al concepto de ley natural para fundamentar sus juicios en algún argumento de origen científico, con el cual puede responder cualquier observación de parte de los utilitaristas de aquel entonces. También defiende la suntuosidad con razones históricas y con razones de política económica: “El lujo alienta la industria, y vive de ella y la hace vivir”. No obstante, reconoce que en este tema están en juego numerosos factores culturales y la presión de la modernidad: El problema es complexo y toca más de un resorte de nuestro organismo social. La moda rige y despotiza, no solo en lo relativo á los trajes, sino por lo que respecta al conjunto de necesidades artístico-elegantes que constituyen el agrado y el comfort de nuestro modo de vivir actual.



Posteriormente, se refiere a otros tipos de trabajos. Apoya la propuesta de Varela en cuanto a la ocupación de la “mujer de pueblo” en las tiendas, pero disiente de sus apreciaciones relativas a la mujer pudiente, a la que el uruguayo –según Mansilla– “acusa de estar educada como si su vida debiera ser un baile permanente”. Con todas estas disquisiciones, Eduarda defiende la dignidad de la mujer y su derecho a mantenerse noblemente en caso de necesidad. Sin embargo, no enarbola otras banderas más feministas: Yo lo confieso, á trueque quizá de arrancar ilusiones á algunos de mis amigos: no soy partidaria de la emancipacion de la mujer, en el sentido de creer que ésta podrá luchar con el hombre en el terreno de las ciencias y en su aplicacion profesional.

Pienso que la naturaleza ha dispuesto las cosas de otra suerte, y que la que está destinada á llevar en su seno al que mas tarde ha de ser un hombre, hállase por ese hecho mismo, no digo á la altura de este último, sino mas arriba .

Mansilla respeta el orden natural según las convicciones católicas que profesa y las tradiciones hispánicas en las que ha sido educada. En esta línea de pensamiento, aprueba la valoración de Varela respecto de la madre como “el primer médico del niño”, pero también le pide que aprecie su labor de apoyo indispensable en cuanto a los deberes escolares, el cuidado de la vestimenta y “detalles de policía íntima” de los hijos. Como consecuencia de esta situación hogareña, Eduarda critica el sistema escolar imperante por las tareas que los niños deben realizar en su casa, restando tiempo al encuentro familiar. Propone, por ende, que los alumnos se queden una hora más en la escuela y en ese lapso realicen los deberes.

Finalmente, Eduarda destaca la función religiosa de la madre pues considera que la mujer y el niño necesitan “orar y levantar su corazon al cielo para pedirle auxilios y consuelo”. Después de reconocer que no es liberal “á la manera de los que hacen gala de no creer”, replica a los laicistas que estaban ganando batallas a los católicos en la lucha por la secularización de la sociedad argentina, parafraseando con ironía las bienaventuranzas evangélicas: ¡Felices los que pueden bastarse á sí mismos y hallar en las horas amargas de la vida, aliento y consuelo en la ciencia pura! Esos son los aristócratas del pensamiento.

Eduarda Mansilla defiende concienzuda y libremente la función maternal de la mujer en la sociedad moderna pues entiende que la maternidad –como actitud del espíritu– supera los inconvenientes que acarrean las diferencias de castas y los rencores con que las disputas políticas han herido a su bienamada patria, esa “crisálida” que halló “convertida en alada y pintada mariposa” a su regreso tras larga ausencia: “mi fibra artístico-patriótica estaba conmovida” (“Una visita á la Penitenciaría”), confiesa a sus lectores argentinos esta sensata mujer, artista, escritora y orgullosamente argentina.

Fuente:Hebe Beatriz Molina. Trabajo presentado en el III Encuentro Interdisciplinario de Estudios sobre las Mujeres: MUJERES, CIENCIA Y SOCIEDAD; Aportes femeninos a la Historia de la Cultura. Mendoza, 9 y 10 de octubre de 2008

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