
(...) Cuando a la mañana siguiente vinieron a poner en orden el suntuoso salón, llegó graciosa y afanada la dueña del canario, como de costumbre, a saludar a su favorito con un fresco cogollo de lechuga. ¡Desolación! “¿Dónde está mi pajarito?” Agudo grito de espanto se escapa del pecho de la niña juguetona. “¡El gato!”, exclama con acento doliente y el llanto anuda su voz. “Ah, tú puedes llorar”, piensa para sí la desdichada jaulita. “¡Cuán feliz eres!”
“Que se lleven esa jaula”, dice una voz airada, e invisible mano mueve a la desdichada jaulita, arrastrándola quién sabe a dónde...
Hay en las casas ciertos sitios misteriosos, apartados, recónditos, que nunca visita el sol ni los niños; donde las arañas tejen sus redes prisioneras, sin que nada turbe su incesante tarea.
(...) Allí pusieron, o mejor dicho arrojaron con desdén, a la pobre jaulita, sobre un baúl añejo y polvoroso. Nadie pensó en remover con mano piadosa unas plumitas amarillas salpicadas de sangre, unas pobres patitas yertas y un piquito amarillento.
(...) “Yo me la llevaré, si es que la señora me la da –dijo el buen Camilo–. Y aseguro que los gatos no han de llegar a tocarla. En mi casa no hay gatos traidores, los pobres sabemos cuidar nuestros tesoros.”
Sintió una dulce emoción la bella jaulita, y cuando la luz franca del sol hizo brillar sus dorados alambres se estremeció de dicha.
Bajaron las escaleras en pocos pasos; las campanitas hacían oír grato tilín y a breve andar llegaron a una modesta y pequeña estancia, que fue del gusto de la jaulita. En un abrir y cerrar de ojos, quedó limpia, brillante y sin asomo de la pesada tragedia. Un jilguerillo travieso y juguetón reemplazó en ese mismo momento al malogrado canario, con gran satisfacción de la sensible jaulita. Es fama que el jilguerillo alcanzó largos días y que la bella pagoda de campanitas rojas como la flor del granado, después de la no interrumpida felicidad con su travieso huésped, albergó a una parlera cotorrita, con la cual no tuvo nunca ni un sí ni un no...
Por Soledad Vallejos
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