viernes, 29 de mayo de 2009

Eduarda Mansilla y su Jaulita dorada.

(Eduarda Mansilla, Cuentos, 1880)

Había una vez cierta jaulita dorada, que desde el día en que salió de la fábrica que le dio forma, se lo pasaba descontenta, fastidiada y triste. (...) Cierta tarde entró en el almacén una dama, conduciendo por la mano a una preciosa chiquilla. Y poco después oyó la impaciente jaulita estas palabras mágicas: “¿Tiene Ud. una jaulita muy bonita para un canario cantor?” (...) Pasan los días, días de ventura y de dulce paz. El canario se acostumbra a su jaulita, salta, brinca, come, desparrama pródigo el alpiste, frota el agudo pico contra las doradas barritas, baña su cuerpo delicado en los misteriosos retretes y desde que asoma el día canta y trina alegremente. ¡Cómo dar idea cabal de tanta dicha!

(...) Cuando a la mañana siguiente vinieron a poner en orden el suntuoso salón, llegó graciosa y afanada la dueña del canario, como de costumbre, a saludar a su favorito con un fresco cogollo de lechuga. ¡Desolación! “¿Dónde está mi pajarito?” Agudo grito de espanto se escapa del pecho de la niña juguetona. “¡El gato!”, exclama con acento doliente y el llanto anuda su voz. “Ah, tú puedes llorar”, piensa para sí la desdichada jaulita. “¡Cuán feliz eres!”

“Que se lleven esa jaula”, dice una voz airada, e invisible mano mueve a la desdichada jaulita, arrastrándola quién sabe a dónde...

Hay en las casas ciertos sitios misteriosos, apartados, recónditos, que nunca visita el sol ni los niños; donde las arañas tejen sus redes prisioneras, sin que nada turbe su incesante tarea.

(...) Allí pusieron, o mejor dicho arrojaron con desdén, a la pobre jaulita, sobre un baúl añejo y polvoroso. Nadie pensó en remover con mano piadosa unas plumitas amarillas salpicadas de sangre, unas pobres patitas yertas y un piquito amarillento.

(...) “Yo me la llevaré, si es que la señora me la da –dijo el buen Camilo–. Y aseguro que los gatos no han de llegar a tocarla. En mi casa no hay gatos traidores, los pobres sabemos cuidar nuestros tesoros.”

Sintió una dulce emoción la bella jaulita, y cuando la luz franca del sol hizo brillar sus dorados alambres se estremeció de dicha.

Bajaron las escaleras en pocos pasos; las campanitas hacían oír grato tilín y a breve andar llegaron a una modesta y pequeña estancia, que fue del gusto de la jaulita. En un abrir y cerrar de ojos, quedó limpia, brillante y sin asomo de la pesada tragedia. Un jilguerillo travieso y juguetón reemplazó en ese mismo momento al malogrado canario, con gran satisfacción de la sensible jaulita. Es fama que el jilguerillo alcanzó largos días y que la bella pagoda de campanitas rojas como la flor del granado, después de la no interrumpida felicidad con su travieso huésped, albergó a una parlera cotorrita, con la cual no tuvo nunca ni un sí ni un no...

Por Soledad Vallejos

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