sábado, 25 de abril de 2009

Eduarda y Lucio Mansilla. Los hermanos sean unidos.


Los hermanos Mansilla, Eduarda y Lucio Victorio, compartieron la pasión por los libros y el arte de escribir, cierto sofisticado “dandismo” y la obsesión por los “otros” de la cultura. Compartieron también una filiación tan deslumbrante como incómoda. En la Argentina posterior a Caseros eran los sobrinos de Juan Manuel de Rosas: hijos de su bella hermana Agustina (inmortalizada, de manera no siempre halagüeña, en Amalia), y de Lucio Norberto Mansilla, colocado en el panteón de los héroes nacionales por su desempeño en la batalla de la Vuelta de Obligado, pero que, además de cuñado, había sido prominente funcionario del Restaurador.

Cosmopolitas y políglotas, elegantes y curiosos, los Mansilla fueron asimismo, obstinadamente y sin sentimientos de inferioridad, criollos rioplatenses. A pesar de sus muchos viajes y sus varias lenguas, no los afectaba el “complejo del europeo desterrado” que atormentaría a las élites posteriores y que, desde Victoria Ocampo a Héctor H. Murena, deja una huella perdurable en el ensayo argentino. Aunque Lucio mechaba su escritura con galicismos, aunque Eduarda fue bilingüe al punto de escribir directamente en francés (ya que en Francia residía entonces) su novela más madura, Pablo, ou la vie dans les Pampas (1869), el castellano siguió siendo para ellos el eje lingüístico de una vida extraterritorial, y la patria del Plata el hospedaje preferido de su imaginación y el último horizonte de sus deseos.

¿Cómo se ha construido y seguirá construyéndose, étnica y culturalmente, la nación argentina? Los Mansilla intentarán responder a esa pregunta que los desvela en sucesivos libros, de los cuales el más famoso es Una excursión a los indios ranqueles (1870). La Argentina moderna deberá hacerse, también, con indios y con gauchos, no sólo con los inmigrantes que anhela Sarmiento, se responde, en esas páginas Lucio V.; nada puede haber de extraño en esto –insiste– porque el mestizaje está en los genes desde la Conquista. Por eso, enfatiza ante la Junta de caciques, “yo también soy indio”, y vuelve a decirlo de otro modo para sus lectores blancos y urbanos hacia el final del libro, con una larga parrafada que, en el contexto de época, se recorta como un alegato contra el racismo. La nación debe contar con los indios, los gauchos y los negros, aporta por su lado Eduarda. También con inmigrantes, como el Dr. Wilson, de El médico de San Luis (1860), que encuentran en este país, con todos sus “bárbaros” defectos, lo que no ha podido darles su tierra de origen. Y agrega una tesis que la singulariza: desde su fundación, nuestra sociedad existe gracias al liderazgo no oficial de las mujeres, marginadas de las efemérides y de los registros épicos, pero hacedoras en sus cuerpos, en la lengua y las prácticas culturales, en la formativa política doméstica de los valores y las costumbres que, a su vez, engendrarán las leyes.

Fuente: María Rosa Lojo, Página 12, Suplemento Radar libros. Domingo 12 de octubre de 2008. (Resumen de un artículo de mayor extensión)
Fotografía: Miniatura del pintor Fernando García del Molino, pintada en el año 1838, en poder de la familia García-Mansilla.

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