domingo, 26 de abril de 2009

Eduarda Mansilla. La admirable Miranda y el salvaje Calibán.

En Lucía (1860), su novela inicial, luego reeditada (1882) como Lucía Miranda, Eduarda decide emprender un viaje por el tiempo. Se remonta a la incursión de Sebastián Gaboto, fundador del primer asentamiento español (el fuerte de Sancti Spiritus, en 1527), en la tierra que luego sería la provincia de Santa Fe. La iniciativa del marino veneciano concluye en la derrota militar y el fracaso económico, pero aporta a nuestro imaginario dos mitos: el de la Ciudad de los Césares, y el de Lucía Miranda. Ambos sobrevivirán hasta el siglo XX.

El primero en escribir sobre esta “señora española”, casada con el militar Sebastián Hurtado, es otro militar, funcionario y aficionado cronista de respetable instrucción y buena prosa: Ruy Díaz de Guzmán, nativo de Asunción, descendiente por parte de padre de un linaje prestigioso cuya cabeza es el duque de Medina Sidonia y, por parte de madre, del conquistador Domingo de Irala, pero también de una de sus concubinas guaraníes, bautizada como “Leonor”.

En la enumeración de sus ancestros, Ruy Díaz omite la existencia de esta abuela, que no debía de constituir para él motivo de orgullo. Pero en su crónica palpita ya la ambigüedad de una voz que se sabe perteneciente a dos mundos. Ni Lucía Miranda ni Sebastián Hurtado, ni ningún otro de los personajes nombrados por Ruy Díaz existen en los documentos de la expedición de Gaboto. Leyenda oral, o pura invención del propio cronista, el relato explica la guerra por la ocupación del territorio a través de la disputa entre indios y españoles por una mujer. Luego de un período de buena convivencia inicial, la armonía se rompe cuando el cacique Mangoré se prenda “desordenadamente” de Lucía Miranda.

Para apoderarse de ella invade el fuerte, y aunque muere en la refriega, su hermano Siripo lo sucede en esta pasión infeliz. La anécdota concluye con la ejecución, ordenada por Siripo, de los esposos que no renuncian a su amor, y con la destrucción final de la fortaleza. La referencia a la Ilíada es visible aun en los detalles, como el ingreso de los timbúes en el fuerte gracias al “presente griego” (esta vez no será el caballo de Troya, sino los codiciados víveres que los cristianos no parecen capaces de obtener por sí mismos). Pero no todo es tópico legitimador ni loco enamoramiento. También se oyen, contundentes, las fundadas razones del “bárbaro”: si no se rebelan a tiempo contra los españoles, tan “señores y absolutos en sus cosas”, dice Mangoré a su hermano, después ya no lo podrán hacer y quedarán “sujetos a perpetua servidumbre”.

Mucho se parece esta voz a la de Calibán, que es su contemporáneo. La llamada Argentina manuscrita (por el tipo de circulación que tuvo hasta 1836, en que fue finalmente publicada por Pedro de Angelis) se terminó, según se estima, hacia 1612. De 1611 data The Tempest, de William Shakespeare, pieza donde debaten dos líneas filosóficas en la valoración del “salvaje” (Calibán) y del brave new world: la visión utópica del “hombre natural”, inocente y sin vicios en una tierra paradisíaca, y la consideración del nativo como un ser deforme, monstruoso, degradado, primitivo en el peor sentido del término, que debe ser sometido al dominio de la civilización superior, junto con su paisaje de intemperie. Aun así, el “monstruo” se justifica con argumentos elocuentes: “Tengo derecho a comer mi comida. Esta isla me pertenece por Sycorax, mi madre, y tú me la has robado. Cuando viniste por primera vez, me halagaste, me corrompiste. (...) ¡...fui rey propio, y me has desterrado aquí, en esta roca desierta, mientras me despojas del resto de la isla!”.

¿Pudo llevar algún viajero ibérico o algún corsario inglés la historia de Lucía Miranda a los oídos de Shakespeare? La crítica se lo sigue preguntando. La elección del nombre para el personaje femenino protagónico (la mujer deseable y deseada por el “salvaje” en ambas historias), ¿se debe tan sólo a la etimología latina (Miranda: la que debe o merece ser admirada), o acaso (también) a la impresión que pudo haber producido el sonoro apellido español de la crónica?

No se ha probado que Shakespeare conociera el episodio de Lucía Miranda, pero es indudable que otro dramaturgo inglés tuvo acceso a él. Se trata del mediocre y olvidado Thomas Moore (ni el autor de Utopía, ni el gran poeta irlandés amigo de Byron), quien, en 1717, dio a conocer la obra Mangora, King of the Timbusians, notable, según la crítica de sus contemporáneos, “sólo por sus despropósitos”. Seguramente Moore había leído la Historia (1673) del padre Del Techo, el primero de los historiadores de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay que incorpora el episodio narrado por Ruy Díaz. Poco informado, o despreocupado en absoluto de toda verosimilitud, Moore pinta a los timbúes como negros africanos, que viven rodeados de espléndidas riquezas. Tan pronto usa el tópico del “pueblo inocente” como el del salvaje lujurioso y bestial. Su crítica a los móviles de los conquistadores españoles, y sobre todo del grotesco cura (Fray Jacques, un modelo de vicios), no atenúa la mirada racista sobre los indígenas que, aun desde ellos mismos, son (auto) descalificados permanentemente por su negrura y fealdad, la cual los hace aborrecibles a los ojos de las damas cristianas (Lucy y su hermana Isabella). Los caciques tienen en Moore personalidades claramente diferenciadas: una positiva, caballeresca y casi lírica (Mangora), y una negativa, hosca y brutal (Siripus). Es interesante comprobar que lo mismo sucede en la novela de Eduarda Mansilla, aunque sus personajes son tanto más complejos.

Nuestra autora había leído a Ruy Díaz de Guzmán, a Shakespeare (no cita The Tempest en sus epígrafes, pero sí Macbeth y Hamlet), y quién sabe si a Thomas Moore. Conocía la historia jesuítica del padre Guevara, publicada asimismo por el erudito Pedro de Angelis, en la que se basa para las muchas y minuciosas observaciones antropológicas de su libro. Hasta pudo haber visto representar, de niña, alguna refundición del extraviado Siripo (1789), de Manuel de Lavardén. No son desdeñables las afinidades con The Tempest. La Miranda shakespeariana tiene un sabio maestro: su padre, el mago Próspero. El maestro de Lucía Miranda es un padre espiritual: Fray Pablo, que también le da una educación letrada, poco usual en la época para las mujeres. Como Miranda, Lucía se convierte en “educadora”, posee la llave de dos lenguas (la suya y la de los otros). Y la voz narradora asume algunas razones de Calibán, denunciando tanto el maltrato al que se había sometido a los aborígenes, como la indolencia española, que pretendía obtener grandes riquezas sin ningún trabajo.

La novela casi homónima y simultánea (1860) de Rosa Guerra, otra escritora argentina, también opta por retomar este mito, pero lo hace en un relato más acentuadamente sentimental, con una estructura mucho más simple, y menor atención a la fundamentación histórica y la descripción etnográfica. Lo novedoso en Guerra es el ambiguo erotismo: el deseo velado de la española por el apuesto cacique Mangora. En Mansilla, la belleza física y el encanto personal del jefe timbú Marangoré no detentan menos relieve (aunque Lucía sigue empecinadamente enamorada de su marido), pero la mayor novedad radica en el carácter de su heroína, último y perfeccionado eslabón de una intrincada “saga femenina” a la que se dedica la primera y más extensa parte de la novela. Su Lucía elige libremente y se hace cargo de sus opciones hasta las últimas consecuencias. Es una admirable Miranda capaz de lucidez intelectual y de un desafiante coraje moral, situada por encima de la función épica y guerrera. Su apuesta por la función educativa, capaz de desembocar en una síntesis cultural (aunque la dominante sea la cultura hispánica) emerge como modelo para una sociedad todavía tensa entre la Confederación y Buenos Aires, donde los llamados “bárbaros”: gauchos, indios, así como las mujeres (siempre puestas del lado de la irracional “Naturaleza”), buscan un lugar que no implique la mera subalternidad. Sus personajes lo encuentran. Lucía muere, pero su ahijada, la timbú Anté, y su prometido, el soldado español Alejo, escapan de la destrucción del fuerte hacia la libertad de la pampa abierta, no ya “desierto”, sino espacio protector para un amor que tiene futuro: la sociedad argentina misma, nacida de ese mestizaje original. Esa, la aceptación del mestizaje como raíz fundante del cuerpo social y cultural de la nación, es la otra gran diferencia de su novela.

Fuente: María Rosa Lojo, Página 12, Suplemento Radar libros. Domingo 12 de octubre de 2008. (Resumen de un artículo de mayor extensión)

sábado, 25 de abril de 2009

Eduarda y Lucio Mansilla. Los hermanos sean unidos.


Los hermanos Mansilla, Eduarda y Lucio Victorio, compartieron la pasión por los libros y el arte de escribir, cierto sofisticado “dandismo” y la obsesión por los “otros” de la cultura. Compartieron también una filiación tan deslumbrante como incómoda. En la Argentina posterior a Caseros eran los sobrinos de Juan Manuel de Rosas: hijos de su bella hermana Agustina (inmortalizada, de manera no siempre halagüeña, en Amalia), y de Lucio Norberto Mansilla, colocado en el panteón de los héroes nacionales por su desempeño en la batalla de la Vuelta de Obligado, pero que, además de cuñado, había sido prominente funcionario del Restaurador.

Cosmopolitas y políglotas, elegantes y curiosos, los Mansilla fueron asimismo, obstinadamente y sin sentimientos de inferioridad, criollos rioplatenses. A pesar de sus muchos viajes y sus varias lenguas, no los afectaba el “complejo del europeo desterrado” que atormentaría a las élites posteriores y que, desde Victoria Ocampo a Héctor H. Murena, deja una huella perdurable en el ensayo argentino. Aunque Lucio mechaba su escritura con galicismos, aunque Eduarda fue bilingüe al punto de escribir directamente en francés (ya que en Francia residía entonces) su novela más madura, Pablo, ou la vie dans les Pampas (1869), el castellano siguió siendo para ellos el eje lingüístico de una vida extraterritorial, y la patria del Plata el hospedaje preferido de su imaginación y el último horizonte de sus deseos.

¿Cómo se ha construido y seguirá construyéndose, étnica y culturalmente, la nación argentina? Los Mansilla intentarán responder a esa pregunta que los desvela en sucesivos libros, de los cuales el más famoso es Una excursión a los indios ranqueles (1870). La Argentina moderna deberá hacerse, también, con indios y con gauchos, no sólo con los inmigrantes que anhela Sarmiento, se responde, en esas páginas Lucio V.; nada puede haber de extraño en esto –insiste– porque el mestizaje está en los genes desde la Conquista. Por eso, enfatiza ante la Junta de caciques, “yo también soy indio”, y vuelve a decirlo de otro modo para sus lectores blancos y urbanos hacia el final del libro, con una larga parrafada que, en el contexto de época, se recorta como un alegato contra el racismo. La nación debe contar con los indios, los gauchos y los negros, aporta por su lado Eduarda. También con inmigrantes, como el Dr. Wilson, de El médico de San Luis (1860), que encuentran en este país, con todos sus “bárbaros” defectos, lo que no ha podido darles su tierra de origen. Y agrega una tesis que la singulariza: desde su fundación, nuestra sociedad existe gracias al liderazgo no oficial de las mujeres, marginadas de las efemérides y de los registros épicos, pero hacedoras en sus cuerpos, en la lengua y las prácticas culturales, en la formativa política doméstica de los valores y las costumbres que, a su vez, engendrarán las leyes.

Fuente: María Rosa Lojo, Página 12, Suplemento Radar libros. Domingo 12 de octubre de 2008. (Resumen de un artículo de mayor extensión)
Fotografía: Miniatura del pintor Fernando García del Molino, pintada en el año 1838, en poder de la familia García-Mansilla.

viernes, 24 de abril de 2009

No toquen a la Reina. Eduarda Mansilla. Por María Gabriela Mizraje.

Es ella, Eduarda Mansilla de García (1834-1892), en boca del siempre advertido Sarmiento. No la toquen. Pues llega a la escena literaria con todos los atributos: es bella, es inteligente, es elegante; despliega gracia y es dueña de talentos probados en diferentes disciplinas; transmite bondad, dulzura, posee nobleza; es audaz y prudente a un tiempo; resulta, de modo inevitable, celada, envidiada y admirada por las unas y por los otros. Sabe del hogar y del mundo, tiene calle, campo y salón, como pocas mujeres de su época. Y sí, es una reina de las pampas.

“Ne touchez pas a la reine!” –había dicho él textualmente, asimilándose en el francés, que era una de las lenguas de Eduarda, en la que llega incluso a escribir ficción. Lo que aquellas palabras del ex-Presidente en el otoño de 1879 lograban, era pedir (y ordenar) que la dejaran ser. Y hacer. Hacer periodismo y alcanzar las luces de las letras.

Aquel amparo relativo que Eduarda, por otra parte, no solicita nos la presenta acaparando la atención y desplazándose con sus preciosos ropajes interiores y exteriores sin riesgos de caer en el ridículo.

Suele haber más de un hombre rodeándola con ambiguas protecciones pero garantizándole de esa manera el cumplimiento de cierto codificado decoro.Eduarda Mansilla tiene (basta leerla) un espíritu libre, pero es la esposa de un señor diplomático –el Dr. Manuel Rafael García–, la hija de un respetado general triunfador en la batalla de la Vuelta de Obligado –Lucio Norberto Mansilla–, la hermana de otro militar, político y escritor de genio y renombre –Lucio Victorio Mansilla– y aún, como si con ello no alcanzara, la sobrina del hombre de la fama acaso más enfática de todo el siglo XIX argentino: Juan Manuel de Rosas. Pues la madre de Eduarda, Agustina, siempre recordada por su incalculable hermosura, era hermana del Restaurador.

Así, cuando accede al circuito literario, Eduarda cuenta con más de un recurso pero también con más de un freno, de ahí que, entre otras protecciones características de su género, recurra al seudónimo.

Sus señas personales se encubren en general con un nombre masculino; en 1860, publica bajo la firma de “Daniel” sus primeras novelas, El médico de San Luis y Lucía Miranda. Mientras ésta aparece en el diario La Tribuna, propiedad de los hermanos H. Florencio y Mariano Varela, amigos del clan Mansilla, Nicolás Avellaneda, que conoce el secreto de la verdadera autoría pero no lo divulga, exclama desde las columnas de El Nacional que se trata de una “bella y brillante perla de la literatura argentina”.
Sin embargo, es llamativo advertir cómo, entre otros, Eduarda opta por un seudónimo que ya no oculta la identidad sexual y que en cambio sella un atributo de pertenencia: “Porteña”. La viajera, la europeizada Mansilla supo escoger a tiempo este nombre sagaz que la ubica en el centro de un mapa amado, más allá de cualquier delegación o extranjería, pero desde el cual a su vez puede colocarse en diálogo con el exterior.

“Eduarda ha pugnado diez años por abrirse las puertas cerra das a la mujer, para entrar como cualquier cronista o repórter en el cielo reservado a los escogidos machos hasta que al fin ha obtenido un boleto de entrada, a su riesgo y peligro...” –señala Sarmiento en El Nacional en 1885. Y, en efecto, el mismo Nacional, La Tribuna, El Plata Ilustrado, La Nación, La Ilustración Argentina, El Alba, La Flor del Aire, La Ondina del Plata, La Gaceta Musical son algunos de las múltiples pliegos periódicos que reciben con gusto sus valiosas colaboraciones.

En 1847 arribó a la Argentina el conde Alexandre Walewski, hijo de una amante del Emperador Napoleón, para negociar el fin del bloqueo francés al puerto de Buenos Aires. Eduarda, aunque era casi una niña, auspició de intérprete entre el conde y su tío Juan Manuel. Este episodio de diplomacia precoz la marcó para siempre y la dejó grabada en las historias. Pasadas las décadas, es una dama elegan te que, sin dejar de ser una legítima consorte, hace su propia embajada. En 1861, se pre senta en Estados Unidos a cues tas con sus hijos y sus trajes pero sobre todo, a cuestas con su ser mujer y la profesión que persigue. Narra esa experiencia en sus Recuerdos de viaje de 1882, donde la autora es la testigo lúcida y la protagonista desenvuelta, que se desplaza con un erotismo de señora fiel, de lady intelectual latinoamericana, y obtiene sus legitimaciones en medio de los gobernantes y el mundo ilustrado.

De hecho, en el arco temporal que va desde el momento en que realiza, con toda la familia, aquella travesía destinada a acompañar a su marido en su nuevo cargo en el Norte, donde puede beber el espíritu alterado por la Guerra de Secesión, hasta el momento en que, recogiendo de su memoria aquellas impresiones, se decide a redactarlas, Eduarda ha viajado mucho, ha escrito más y ha lanzado una flecha.
Con rapidez, precisión y, sobre todo, dirección inequívoca hacia su destino, la flecha de Eduarda cae en medio de la pampa.

Allí donde duermen, pero sobre todo donde sueñan y despiertan, los gauchos y los indios, Eduarda Mansilla arroja un folletín a doble voz –la adoptada y la propia, la lengua francesa y la castellana–, que es, a la vez, una premonición y una denuncia. Denuncia de la arbitrariedad y los juegos de la política que hunden a los más pobres. Premonición porque en ese terreno cabe la locura materna, en la plaza incesante, ante la injustificable desaparición de un hijo a manos del poder de turno.

De aquella novela increíble dada por entregas en L´Artist de París en 1869 y titulada Pablo o la vida en las pampas repercuten los ecos en la Argentina. Un año después, Buenos Aires la sigue paso a paso en las sucesivas apariciones de La Tribuna que prepara su propio hermano, encargado de vertirla al español, permitiendo un recíproco lucimiento y, de pronto, una conversación familiar que se hace pública, al mejor estilo del charlista autor de las Causeries.

Ese texto había permanecido inédito hasta el presente pero ahora podrá verse completo en un libro que editamos por la Biblioteca Nacional.

Preciosa y traducida; traductora y coqueta; entre gauchos y ranqueles; criollos y extranjeros; llanos y barcos, Eduarda Mansilla es una figura que nos recuerda a cada paso la explosión del nombre, el peso de la historia y la conjura de la palabra.
“Nosotros quisiéramos redimir al pueblo argentino de esa codicia escéptica y egoísta que envejece a la Europa, dspertando su amor a la gloria y a lo bello, a lo sublime” –se propone en El médico de San Luis-. Una forma eficaz de lograrlo parece ser precisamente la práctica sostenida de la literatura, en la que es capaz de innovar y probar moldes intactos en las páginas circulantes por estas latitudes, algunos de ellos aún más extraños en manos femeninas, otros aparentemente más explicables en ellas pero igualmente vírgenes.

Los Cuentos infantiles (1880) con los que acompasó las cunas de sus seis hijos y en los que fue pionera de alta penetración psicológica, gran fuerza visual, universos lúdicos y perspectivas éticas; los relatos recogidos en Creaciones (1883) donde volverá a advertirse el buceo en las subjetividades y el despunte de lo fantástico; las obras de teatro, como La marquesa de Altamira (1881), y los diálogos inesperados de una novela como El amor (1885) donde la pasión se vuelve esquiva; la música en la que se destacó en sus roles de intérprete vocal, instrumental y crítica y para la cual también compuso breves piezas y canciones; las tertulias sociales e intelectuales, en fin, todo ese caudal invaluable va a unirse a la soledad de los últimos tiempos, su deseo explícito de que nada suyo se reeditara, el baúl extraviado con sus escritos conocidos e inéditos, y las reconstrucciones de su hijo Daniel, también Embajador, quien, a través de lo Visto, oído y recordado (1950), le alcanza con emoción su tributo.

La obra de Eduarda Mansilla constituye un patrimonio inestimable y –salvo excepciones– fatalmente perdido de la República. A pesar de todo, muchos textos quedaron diseminados y sobrevivieron para memoria nuestra, dando prueba fidedigna de sus dotes, de sus precursorías, de su estatura cultural, feminista y espiritual.

La sofisticada y magnífica escritora argentina, elogiada por Victor Hugo y Edouard Laboulaye, no necesita carta de recomendación entre nosotros: allí están sus palabras íntegras aguardándonos.

Si la esperanza puede ser una variante de la memoria, una conquista retrospectiva que nos sale al paso en las iluminaciones de las búsquedas, Eduarda Mansilla (con Pablo de la mano y el paisaje de la pampa al fondo) nos reconecta sencillamente con la vida.

Pliegos de La montaña mágica, n° 3, Buenos Aires, marzo 8 de 2007. Nota de tapa, cuya autoría pertenece María Gabriela Mizraje.

sábado, 18 de abril de 2009

Eduarda Mansilla y la música.

La Gaceta Musical en su número del domingo del 23 de junio de 1879, en su portada y bajo el título: "Redacción", al darle la bienvenida a Eduarda Mansilla de García como colaboradora de dicha publicación especializada, expresaba entre otros conceptos: "La señora de Mansilla de García es un bello ornamento de nuestra sociedad. Sus trabajos le han dado un nombre ilustre, no tan solo entre sus compatriotas sino en la Europa misma."

"Como entusiasta admiradora del bello arte, cultiva la música con pasión y ha perfeccionado sus conocimientos con los mas notables maestros de la época. Antón Rubinstein, Charles Gounod, Jules Massenet y otros formaban el círculo de su amigos, y ante ellos, en Norteamérica, en París y otras grandes capitales del viejo mundo, la Sra de García ha dado esplendor y brillo al arte divino de la música."

La propia Eduarda Mansilla, en 1868, en un artículo publicado en el periódico "EL Alba",escrito bajo el seudónimo de Alvar, nos dejó bellos pensamientos sobre la música, que expresan su pasión por dicho arte y denotan su gran sensibilidad artística, condiciones que años después le permitieron convertirse en una destacada compositora e intérprete. Ya hablaremos de su obra musical en otra oportunidad.

Que es la música para Eduarda Mansilla?

"Generalmente se ha mirado la música como un elemento de placer y de distracción y muy pocos la consideran bajo el punto de vista en que debe apreciarse."

"La música como sensación que habla del alma, dá la intuición de lo bello."

"Nada como la música para dar idea de la divinidad."

"La música como sensación que habla a los sentidos es la que da inspiración a los rasgos más poéticos de la vida del hombre."

"Nada como la música para engrandecer el alma inspirándole las mas heroicas acciones."

"Une los tiernos lazos de la vida social."

"Interprete de nuestros pensamientos, transmite por medio de sus melodías el suspiro mas tierno, hace vibrar las fibras mas delicadas del alma."



"Dulcifica los impulsos de las duras pasiones."

"En los dolores del corazón es un bálsamo, un consuelo delicioso."

"Confidente poético y sublime de los secretos misterios de un alma atribulada, le dá fuerza y valor."

"Fomenta en todo corazón los mas nobles ideales, llevando el espíritu a las regiones de lo sublime."



Fuente: "El Alba" Año 1, número 3, domingo 1º de noviembre de 1868, página 21, publicado bajo el título de: "La Música", bajo el seudónimo Alvar