viernes, 27 de noviembre de 2009

PLUMAS FEMENINAS DEL SIGLO XIX

Por Laura Isola


Mientras Virginia Wolf planteaba que para escribir una mujer necesitaba contar con renta y cuarto propios, en este lado del mundo, Eduarda Mansilla, Juana Gorriti y Juana Manso se erigían como personajes heterogéneos que abordaban los derechos de las mujeres desde diferentes caminos. Lea Fletcher se mete con ellas en un ciclo dictado en el Centro Cultural Rojas.

"Eduarda Mansilla era de familia poderosa y era bella; Juana Manuela Gorriti venía de una familia de cierto privilegio y no era bella, y Juana Manso no tuvo ningún privilegio, estuvo exiliada y era fea". Así le gusta presentar, como en el juego de las diferencias, a Lea Fletcher a estas escritoras argentinas del siglo XIX que, junto con Lola Larrosa, son el corpus de muchas de sus investigaciones y el tema de Ciclo de encuentros Escritoras argentinas del siglo XIX: clase social y dinero que dicta durante este mes en el Centro Cultural Rojas.

La distinción con la que Fletcher comienza hablando de estas mujeres imbrica dos cuestiones fundamentales en el ejercicio de definir la relación entre las mujeres, la actividad intelectual y el dinero: junto al origen de clase inmediatamente se hace referencia a la belleza. Y este es un punto muy interesante porque, de ningún modo para la concepción de la investigadora en su práctica privada, pero sí para el imaginario del siglo XIX, ser fea y pobre y ser mujer es casi la misma cosa.

En algún sentido, entrar en esta lógica para entender el mecanismo de producción de la escritura de las mujeres implica, necesariamente, tomar distancia luego: "No digo que yo piense que Juana Manuela era fea. Lo que digo es que era vista de ese modo: era una mujer muy grandota que no entraba en el ideal de belleza", explica la investigadora.

Sin embargo, la disputa por el lugar para las mujeres, aunque era muy difícil ya por una cuestión de género, se hace un tanto más fácil, cuanto más agraciada es la dama en cuestión: "Siguiendo con las distinciones, mientras Eduarda era una dama de sociedad, muy diplomática y bastante exitosa, Juana Manuela Gorriti consideraba que si había algo bueno para decir era mejor no decir nada. Para lo último, otra vez Juana Manso que era una luchadora abierta y decía todo. Este es un caso muy límite porque no tuvo consenso ni en las mismas mujeres. Así es muy difícil llegar a cambiar nada, si tus propios pares no aceptan tus ideas. Lo que las une, en todo caso, es una cierta liberalidad en términos culturales: Mansilla se separó de su marido, Gorriti se vestía de hombre, y Manso fue una revolucionaria, aunque incomprendida", cierra la lista Lea Fletcher, que es Doctora en Letras y dirige la editorial Feminaria (www.feminaria.com.ar).

En Un cuarto propio, el ensayo sobre la literatura y las mujeres de Virginia Woolf, aparece una hipótesis muy fuerte que puede resumirse de la siguiente forma: la necesidad de una renta y un cuarto propio son los requisitos indispensables para que una mujer, en el siglo XIX, pueda escribir. Woolf discute, en ese sentido, una idea básica del feminismo: ganar terreno en el espacio público, adquirir derechos civiles y sociales para la emancipación. Por su parte, con un cuarto propio, en el sentido literal y figurado, lo que propone es una batalla puertas adentro: un análogo a la biblioteca masculina en el interior de la casa. Para la renta, no importa demasiado de dónde venga, mientras que exista.

¿Es posible comparar esta postura con alguna de las pregonadas por Mansilla, Gorriti, Manso o Larrosa? Fletcher cree que no. Ni éstas ni otras ligadas a la reivindicación de derechos para la mujer, tienen comparación entre el siglo XIX europeo y el latinoamericano. "En el caso de Mansilla, el dinero no era problema. Era la hermana de Lucio y formaba parte de la familia de Rosas. Esto en términos políticos, sobre todo en un momento, la ponía en esa situación de privilegio de la que hablaba. Además, El médico de San Luis, su novela, fue muy exitosa. No, en términos comerciales sino que cada cosa que escribía Eduarda era muy leída. En cambio, Gorriti y Manso eran maestras y dirigían revistas. Aquí es otra cosa porque siempre el dinero fue un problema. Sobre todo, por su escasez. Gorriti escribió un libro por encargo.


FUENTE: Artemisa Noticias,8 de septiembre de 2005.

jueves, 20 de agosto de 2009

Eduarda Mansilla. Una escritora olvidada de la literatura argentina reinvindicada en las Jornadas que llevaron su nombre.

Por Isabel Croce

A propósito de las Jornadas Eduarda Mansilla.

A fines del mes del mayo en la Biblioteca Nacional y con el tutelaje de la estudiosa Irene Chikiar Bauer se desarrollaron las Jornadas Eduarda Mansilla con el apoyo de la revista El Arca y La Caja de Ahorro y Seguro.

Con la presencia de los investigadores Lily Sosa de Newton, Maria Rosa Lojo, Tomas Auza, Hebe Beatriz Molina, Maria Gabriela Mizraje y Juan Maria Veniard, que participaron en diferentes mesas redondas, se accedió al, por así llamarlo, “identikit cultural de una escritora casi desconocida ” Todo finalizó en otro espacio, el Colegio de Escribanos de la ciudad de Buenos Aires, con la ejecución de obras para piano y canciones de la escritora, otra faceta de su personalidad, por el pianista platense Emiliano Turchetta, entonadas por la soprano Silvina Sadoly.



Conocer quién era esta mujer prácticamente olvidada en la historia de la literatura argentina es una necesidad para aquellos que prácticamente la ignoran.

Quien esto escribe conoció de su existencia en el año 1979, a través del libro “Las Argentinas de Ayer a Hoy” escrito por una de las charlistas de este encuentro, Lily Sosa de Newton, que con sus lúcidos 88 años es la autora del muy consultado Diccionario Biográfico de Mujeres Argentinas.

Eduarda Mansilla, hija de Agustina, la hermana menor de Juan Manuel de Rosas y del general Lucio Mansilla, nace en un hogar de privilegio y dedica su vida a la literatura, más allá de su condición de esposa, madre y anfitriona de las relaciones que convocaba un esposo diplomático.

En los primeros tiempos, utiliza seudónimo para sus escritos, refugiada en el anonimato de un nombre masculino que la escondía de la crítica que la gente destinaba a toda mujer no dedicada exclusivamente a la casa y los hijos.

A través de estas jornadas nos enteramos que esta mujer nacida en 1838, fue alabada como mujer de Letras por importantes figuras internacionales como Victor Hugo. Me ha hecho vivir en un país que jamás he visto y que probablemente no veré nunca (…) En su novela, se ve la pampa con su inexorable serenidad durante el día, con su animación durante la noche (…), recuerda Irene Chikiar Bauer a propósito de su novela “Pablo o La vida en las Pampas”, escrita en Paris en francés, publicada como folletín en “L Artiste” y traducida a distintos idiomas.



“Eduarda se adelanta a su hermano Lucio (“Una excursión a los indios ranqueles”) en cuanto a la consideración de esta obra como texto precursor del Martín Fierro”, afirma la escritora María Rosa Lojo. Críticas de costumbres, juicios morales, reseñas sociales, descripciones de la ciudad, apuntes sobre moda son temas aparecidos en distintos periódicos en Europa y Buenos Aires que hablan de la versatilidad de la autora.

Su Salón en Europa fue visitado por Dumas, Victor Hugo, Massenet y figuras como Lincoln, el general Grant, Longfellow y la realeza. Eduarda Mansilla alentó la educación y la cultura, la democratización de la enseñanza, la defensa del gaucho y tuvo el privilegio de ser pionera entre las escritoras de cuentos infantiles. Según contó durante estas jornadas Hebe Beatriz Molina (Universidad Nacional de Cuyo, Conicet), Eduarda es una de las primeras autoras de cuentos para niños, que publicados en1880, fueron escritos para sus seis hijos y que toman el modelo de La Fontaine, Andersen y la Condesa de Ségur, pero que son ubicados en Buenos Aires.

Y para completar una radiografía testimonial de sus acciones en el mundo de la cultura, la autora de “El médico de San Luis “ y “Lucia Miranda”, entre otras obras, fue también una apasionada de la música. Con maestros como Rubinstein, Gounod y Massenet, compuso piezas para piano y canto que luegointerpreta y ejecuta, mientras la Gaceta Musical recibe críticas de espectáculos a los que asistió, según conceptos de Juan Maria Veniard.

Las Jornadas Eduarda Mansilla, ricas en contenido y asistencia de público, finalizaron con una brillante velada musical, donde se interpretaron al piano, composiciones de la escritora y de Eduardo García Mansilla. Esto ocurrió en el Colegio de Escribanos con la presencia de Sivina Sadoly y Emiliano Turchetta. Es altamente positiva para la cultura el desarrollo y ejecución de este tipo de emprendimientos emanados de la actividad privada, en este caso desarrolladas en espacios públicos como la Biblioteca Nacional y el Colegio de Escribanos con entrada abierta. El Homenaje a Julio Cortazar organizado por la Municipalidad de Buenos Aires a través de la Subsecretaria de Cultura este año, el dedicado a Marechal en el Museo Saavedra, apoyados por la Fundación del mismo nombre, las Jornadas dedicadas a Silvina Ocampo y Norah Lange en el Malba, así como los eventos y publicaciones sobre San Juan de la Cruz, Cortazar, Felisberto Hernández, Juan L Ortiz, generados por la Fundación Banco Mercantil entre los años 1993 y 1996, a los que también estuvo asociada la estudiosa Irene Chikiar Bauer son arquetipos de esfuerzos que revalorizan un autor y lo dan a conocer exhaustivamente a través de distintos medios de expresión, desde el libro al cine, el teatro, la música. Eventos que no sólo implican un esfuerzo canalizado hacia la ejecución del hecho, sino a canales de investigación y difusión para completar el círculo de la comunicación.

Las Jornadas Eduarda Mansilla ponen en exhibición estos logros para dar a conocer una autora argentina pionera, no suficientemente valorada hasta ahora y que a través de estos encuentros, se acercan al conocimiento popular

En 2007, hace menos de dos años, fue presentada “Pablo o la vida en las Pampas” de Eduarda Mansilla, edición crítica de Gabriela Mizraje, una de las investigadoras expositora en las recientes jornadas de junio. El libro fue editado por la Biblioteca Nacional y la Editorial Colihue en su colección Los Raros.

Publicado en Leedor el 14-07-2009

domingo, 9 de agosto de 2009

¿QUIENES SON LOS "DUEÑOS" DEL PASADO?

MARÍA ROSA LOJO

No encuentro mejor consigna, para unirme a este homenaje a Gregorio Weinberg, que la propuesta en un debate reciente, planteado en la Feria del Libro de Buenos Aires.

Varios escritores e historiadores fuimos reunidos para discutir, a partir de nuestra propia práctica, este lema provocativo: "¿Quién se adueña del pasado: el historiador, o el novelista?". Creo, por cierto, que pocos estudiosos se han ocupado tanto y tan brillantemente del pasado en la Argentina, como Gregorio Weinberg. Y ninguno ha tenido la inmensa generosidad intelectual de consagrar años de su vida a una empresa como la colección "El pasado argentino", que brindó a tantos estudiantes lo mejor de la producción literaria, filosófica e histórica de nuestras letras, que reeditó textos inhallables y exhumó autores desaparecidos. Aunque hubiera deseado presentar un trabajo de mayor envergadura, el breve plazo de entrega fijado no me lo permite.

Espero pues, que una reflexión sucinta –y ojalá oportuna- sobre esta cuestión, no esté de más. Ante todo, cabe adelantar que la pregunta convocante me parece un falso dilema: nadie puede "adueñarse" del pasado, ni los historiadores, ni los novelistas, ni los psicoanalistas siquiera, aunque muchos de ellos seguramente lo desearían. En todo caso, los narradores/as argentinos de estas últimas décadas, que nos hemos volcado con particular interés a la ficcionalización del pasado nacional –y en ese sentido nos cruzamos en el camino de los historiógrafos- vemos los mismos hechos desde un ángulo no rival, sino complementario, y conviene recalcarlo, con distintos fines.

Es cierto que –desde la teoría y desde la práctica- se han acercado cada vez más los itinerarios de la ficción histórica y de la historiografía. Ésta se hace cargo de áreas que se abandonaban preferentemente a las ficciones, como la de la vida privada y la vida cotidiana, la del sujeto colectivo que ha "hecho la historia" sin figurar en sus ilustres anales. Trabaja asimismo con creciente intensidad en el territorio fronterizo de la biografía, en el lado íntimo y oculto de personajes célebres y llega a utilizar a veces técnicas y estrategias propias de la novela.

Desde nuevas teorías de la historia (Hayden White) se insiste en el carácter eminentemente subjetivo y valorativo de un relato de los hechos que no puede ser sino interpretación, partiendo de un "recorte" elegido por el intérprete. La coyuntura del siglo, que pone en crisis los conceptos tradicionales de "razón" y de "verdad", promueve el diseño de un nuevo tipo de "verdad comprensiva" que se articula en la trama simbólica del relato. "Poesía" e "historia" se aproximan así, sutilmente. Pero también existe, entre historiador y novelista, una irreductible diferencia intencional. Mientras que el historiador se propone como prioridad el conocimiento del pasado y a esta empresa subordina su obra, el novelista somete su elaboración del pasado al universo de sentido de su propio mundo estético, que se despliega en una escritura con vocación predominante de autorreferencialidad y autonomía.


La novela aspira a situarse más allá de toda sumisión a un referente externo, aunque opere también, con respecto a lo real, como "ficción heurística" (Paul Ricoeur), como "modelo metafórico de conocimiento"

Permítaseme una anécdota ilustrativa y, ¿por qué no?, "histórica". Media la década de 1860. Estamos en París, en los salones quizá demasiado brillantes de la emperatriz Eugenia de Montijo.Una señora joven, bonita, inteligente y desconocida, se acerca a un señor maduro, ni bonito ni feo,inteligente también, y él sí, sobradamente conocido por su fama literaria. La señora parece inofensiva, pero tiene punzantes intenciones vindicatorias ocultas en cada golpe de su abanico y en cada una de las frases ingeniosas que le dedica al caballero maduro. La exhibición de talentos no persigue, como podría pensarse, fines de conquista amorosa. Es parte de una sutil venganza de la dama, aunque el hombre célebre no lo sospecha aún. Por fin, ya segura del efecto producido, ella se decide a preguntarle:

"-Dígame, maestro, ¿a usted le parece que mi característica es la de una persona
excepcionalmente exótica que revela muy distinta cultura y civilización?"

"-¿Por qué me lo dice, señora?" –le contesta el aludido, nada menos que Alejandro Dumas, el de Los tres mosqueteros.

"Simplemente porque en su libro Montevideo ou la nouvelle Troie, violentamente sugestionado por los implacables enemigos de mi tío Rozas, me describe usted a mí como una salvaje que trepa a los árboles con el pelo suelto, profiriendo gritos desaforados, a modo de india brava. Todo ello es falso, maestro, ha sido sorprendido en su buena fe."

Dumas debe de haberla mirado con una buena dosis de ironía, y por qué no, de simpática fascinación también: tan seria, tan enojada bajo la sonrisa, tan aguda. Tan linda, en fin. Y así le contestó, sin perder la calma:"-L’histoire, Madame, n’est qu’un clou auquel j’accroche mes tableaux" .

La dama era Eduarda Mansilla, a quien yo también he tenido la insolencia de pintar en un cuadro propio,colgada del clavo de la Historia. Creo que la trato mucho mejor de lo que la trató Dumas, desde luego. Es más, siento por ella, bajo todos los cruces posibles del debate, una profunda solidaridad de género y profesión. Pero la respuesta del padre de D’Artagnan –maestro de todos los que jugamos con el pasado, aunque lo hagamos desde una estética diferente- me atañe, claro, como la atañía a Eduarda misma, que ya había escrito para ese entonces una novela tan histórica como bellamente fantasiosa: Lucía Miranda, publicada en Buenos Aires en 1860. ¿Qué hay de cierto, nos preguntamos, en la boutade de Dumas? ¿Qué es la historia, entonces?
¿En qué sentido chocan los derechos y los límites de la historiografía y de la novela? ¿Qué es, en fin, el pasado? ¿Existe algo más paradójico, a la vez más irreparable y más cambiante? ¿Algo más definitivo y más efímero? ¿Algo de más extraña consistencia que esa huella de lo ya vivido que empero parece modificarse y crecer y madurar con nosotros mismos? Sin duda, se nos dirá, no son los intocables, y en definitiva incognoscibles "hechos en sí", lo que cambia. Va cambiando, junto con nosotros, su interpretación. "¿No le parece a usted que en la vida sólo nos pasan dos o tres cosas, y que éstas nunca acaban de transcurrir? Aunque uno crea que vive de otra manera y que es otra persona y que habla en otro idioma. Durante años, señor Victorica, el pasado queda a nuestra custodia, como un documento cerrado que antes no se podía abrir, ni descifrar, hasta que lo vamos comprendiendo, y en esa comprensión lo modificamos." , eso dice Manuela Rosas, no la real, sino la que imaginé y que también es real, de otra manera.

Nuestra vida, al fin de cuentas, no sería sino una constante, frágil, móvil y maleable lectura del pasado sobre la que apoyamos la escritura de nuestro presente. Seguiremos leyéndola hasta que la muerte nos deje ciegos. Sólo del otro lado de la muerte –pretende la fe-, alcanzaríamos la luz de un conocimiento absoluto: "Ahora vemos por espejo, oscuramente, mas entonces veremos cara a cara.

Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido.", creyó San Pablo. Pero lo cierto es que vivimos, tan sólo, de este lado. Esa luz meridiana, si la hay, no es de este mundo. Cuando dejemos de leernos, otros nos leerán, si hemos logrado interesarles lo suficiente, si las obras logran romper las puertas de esa pequeña casa de silencio y olvido donde involuntaria e inexorablemente
encerramos a los que nos precedieron.

¿Qué leeremos, entonces, en esas vidas pasadas, y por qué? ¿Qué buscaremos en ellas? ¿Una reconstrucción minuciosa e imposible a partir de huellas parciales, de restos mutilados? ¿La también imposible penetración en las motivaciones y los pensamientos secretos de seres desaparecidos? ¿La "verdad" de ese pasado? Más bien creo que nos buscamos en el agua inestable de aquellos espejos.

Buscamos la patria presente entre los sueños y las traiciones del ayer, buscamos el rumbo de nuestro futuro en ese inmenso salón de los pasos perdidos que es la memoria de la comunidad, donde aun lo extraviado, lo ilegible, lo inútil, parece cobrar sentido y razón si logramos colocarlo en el marco creativo de la mirada. Queremos encontrar, acaso, lo que permanece en aquello que cambia, los valores que en cada momento histórico dan espesor y orientación a la existencia. Volviendo a Dumas: ignoramos si en realidad Luis XIII era un pelele en manos de un inteligente y siniestro cardenal Richelieu, si de verdad el duque de Buckingham estuvo alguna vez enamorado de la seductora Ana de Austria -bastante fea y desabrida, a juzgar por nuestro gusto actual y por sus retratos-. Nadie creerá que el duque inglés fue asesinado por instigación de la inexistente Milady de Winter, ni que cuatro mosqueteros cruzaron de París a Inglaterra para traer unos herretes de diamantes que hubieran podido probar la infidelidad de la Reina de Francia. Pero además, ¿importa
todo eso? Es otra cosa lo que generaciones de lectores hemos hallado en la saga de Dumas.

Cuando concluimos con Los tres mosqueteros y Veinte años años después, tal vez no hayamos averiguado mucho sobre la economía francesa de la época, sobre las causas de las guerras, sobre la Fronda o el regicidio de Carlos I. Pero nos llevamos otros saberes y experiencias que no pueden darnos los meros documentos: conocemos un poco mejor las mudanzas de la fortuna, la ingratitud de los poderosos, la lealtad, la traición, y la venganza, el tránsito de los ideales juveniles al escepticismo melancólico de la madurez. Comprendemos algo más sobre las malas pasiones, el amor loco, los sueños de gloria, la amistad varonil, el conflictivo afecto entre padres e hijos, el bien y el mal en cada uno de nosotros, los valores del siglo XVII y los del romántico siglo XIX en el que Dumas ideó las aventuras de su magnífica imaginación retrospectiva, usando muy bien -sin competir los historiadores porque lo suyo era otra cosa- el clavo de la Historia para colgar los cuadros de sus grandes novelas. Y sin duda, conoceremos, sobre todo, la transfigurada experiencia vital, la cosmovisión y la poética de un escritor.

Mis libros de ficción han diseñado "dobles" de varones y mujeres que alguna vez estuvieron afuera, en la pared, del lado de la Historia. No sé si se "parecen" a sus modelos: si Lucio Victorio Mansilla y su hermana Eduarda, si Manuelita Rosas y don Pedro de Ángelis responden a cómo los he imaginado. Sería un exceso pretender sobre ellos ese conocimiento total que no tenemos ni siquiera de nosotros mismos. Lo importante no es, para mí, "re-construir" sus personas empíricas, sino "construir" su imagen novelesca a partir de la huella o estela de sentido que sus vidas ya inasibles
dejaron en la Historia. En sus figuras conjeturales he querido pintar el mapa de la condición humana, y también el mapa profundo de nuestro país. Otros mucho más ilustres nos han precedido en esa extraña tarea que tiene tanto de atrevida hechicería: Sombra terrible de Facundo! Voi a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta i las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: revélanoslo!" Sarmiento, acaso nuestro primer novelista (si hubiese acuerdo en clasificar a su Facundo como una novela, y si hubiese acuerdo, también, en cuanto a lo que es una novela) manejaba magistralmente las magias de la reverberación simbólica. De su parcial y apasionado Facundo Quiroga está excluido el militar y gran señor riojano que sabía escribir y también pensar de acuerdo a razones e intereses fundados, y que bailaba contradanzas en los salones de Buenos Aires. Pero gracias a Sarmiento, su enemigo político, Facundo llegó mucho más lejos: se convirtió en el centro simbólico de un mito nacional, en uno de esos brillantes coágulos de significado y valor que interpretan y congregan los sentimientos y deseos de la comunidad: un eslabón identitario en la cadena de la memoria. Ese núcleo "bárbaro" ambivalente, fascinante e irreductible, que atraviesa todas las lecturas –aun las revisionistas- de la vida del caudillo, y que Sarmiento relevó y proyectó –
con fortuna que dura hasta hoy- en el imaginario argentino. A través del personaje histórico Juan Facundo Quiroga, transformado en personaje literario, se articulan y traslucen, pues, los fantasmas de la comunidad, las tensiones en pugna de la vida argentina, sus terrores y sus sueños.

Lucio y Eduarda Mansilla, Manuela Rosas, Pedro de Ángelis, son también para mí eslabones identitarios, cifras humanas del drama secular que continuamos actuando hoy: la civilización y la barbarie, los vínculos complejos entre el poder y el erotismo, las luchas de las mujeres por ampliar y transformar los estrechos "roles de género". Volver a tramar sus vidas en la novela, junto a personajes que jamás existieron "del lado de afuera", o a seres irreales del mundo maravilloso (como
en el caso de Lucio), ha implicado para mí crear vasos comunicantes entre el hoy y el ayer, para que la voz presente pueda hablar desde ellos, para que sus sombras retornen en una nueva carnadura luminosa que nos muestre, por la visión poética, los cuartos oscuros de historias olvidadas y nos incite a comenzar lecturas inéditas de lo que ya creíamos conocer.

Si bien lo pensamos, Eduarda Mansilla, colega de Dumas, se enojó con él injustamente: no sólo porque Dumas tenía derecho a dibujar con libertad a su doble imaginaria en un mundo paralelo, sino porque acaso vio en ella, con otras intenciones y sin conocerla, un aspecto de sí misma que la propia Eduarda aún no había descubierto: la violencia y la salvaje voluntad de esta transgresora talentosa que años más tarde alertaría a próximos y ajenos sobre la "barbarie de la civilización", en Pablo, ou la vie dans les Pampas,y que terminaría cruzando el océano sola (dejaba a marido y seis hijos
en Europa) para intentar cumplir, como Nora Helmer –a un precio inhumanamente alto- su elegido destino de artista. Por lo demás, en el cuadro donde la he atrapado para invocarla, estamos incluidos nosotros también. En este fin de siglo, como en el anterior, sigue abierto el debate para diseñar una "identidad de género" que permita un juego más flexible a las opciones y vocaciones individuales. Y sigue abierta, dolorosamente, la construcción de un lugar en el mundo para la Argentina, colocada en la "barbarie" y la "periferia" –como lo vio muy bien la lúcida y nómade Eduarda- por la mirada de los poderosos.

Nosotros, los lectores y autores del presente, somos el último avatar del tiempo y de sus novelas. Después de todo, del clavo de la Historia cuelga siempre el cuadro de un pasado inconcluso que las generaciones tienen la ilusión de terminar, cada una a su turno, con un estilo propio.

FUENTE: * Texto publicado originariamente por Agustín Mendoza, compilador, Del Tiempo y las Ideas. Textos en honor de Gregorio Weinberg, Los hijos de Gregorio Weinberg, Buenos Aires, 2000, pp. 285-292. Tomado de http://www.mariarosalojo.com.ar/dela/capitulos_dela.htm.

Formato de cita electrónica (ISO 690-2)
Lojo, María Rosa. ¿Quiénes son los "dueños" del pasado?. En publicación: e-l@tina: Revista electrónica de estudios latinoamericanos, vol. 4, no. 15 : : .abril-junio 2006. [Citado: 9/8/2009]. Disponible en:
http://www.iigg.fsoc.uba.ar/hemeroteca/elatina/elatina15.pdf ISSN: 1666-9606.

viernes, 29 de mayo de 2009

Eduarda Mansilla y su Jaulita dorada.

(Eduarda Mansilla, Cuentos, 1880)

Había una vez cierta jaulita dorada, que desde el día en que salió de la fábrica que le dio forma, se lo pasaba descontenta, fastidiada y triste. (...) Cierta tarde entró en el almacén una dama, conduciendo por la mano a una preciosa chiquilla. Y poco después oyó la impaciente jaulita estas palabras mágicas: “¿Tiene Ud. una jaulita muy bonita para un canario cantor?” (...) Pasan los días, días de ventura y de dulce paz. El canario se acostumbra a su jaulita, salta, brinca, come, desparrama pródigo el alpiste, frota el agudo pico contra las doradas barritas, baña su cuerpo delicado en los misteriosos retretes y desde que asoma el día canta y trina alegremente. ¡Cómo dar idea cabal de tanta dicha!

(...) Cuando a la mañana siguiente vinieron a poner en orden el suntuoso salón, llegó graciosa y afanada la dueña del canario, como de costumbre, a saludar a su favorito con un fresco cogollo de lechuga. ¡Desolación! “¿Dónde está mi pajarito?” Agudo grito de espanto se escapa del pecho de la niña juguetona. “¡El gato!”, exclama con acento doliente y el llanto anuda su voz. “Ah, tú puedes llorar”, piensa para sí la desdichada jaulita. “¡Cuán feliz eres!”

“Que se lleven esa jaula”, dice una voz airada, e invisible mano mueve a la desdichada jaulita, arrastrándola quién sabe a dónde...

Hay en las casas ciertos sitios misteriosos, apartados, recónditos, que nunca visita el sol ni los niños; donde las arañas tejen sus redes prisioneras, sin que nada turbe su incesante tarea.

(...) Allí pusieron, o mejor dicho arrojaron con desdén, a la pobre jaulita, sobre un baúl añejo y polvoroso. Nadie pensó en remover con mano piadosa unas plumitas amarillas salpicadas de sangre, unas pobres patitas yertas y un piquito amarillento.

(...) “Yo me la llevaré, si es que la señora me la da –dijo el buen Camilo–. Y aseguro que los gatos no han de llegar a tocarla. En mi casa no hay gatos traidores, los pobres sabemos cuidar nuestros tesoros.”

Sintió una dulce emoción la bella jaulita, y cuando la luz franca del sol hizo brillar sus dorados alambres se estremeció de dicha.

Bajaron las escaleras en pocos pasos; las campanitas hacían oír grato tilín y a breve andar llegaron a una modesta y pequeña estancia, que fue del gusto de la jaulita. En un abrir y cerrar de ojos, quedó limpia, brillante y sin asomo de la pesada tragedia. Un jilguerillo travieso y juguetón reemplazó en ese mismo momento al malogrado canario, con gran satisfacción de la sensible jaulita. Es fama que el jilguerillo alcanzó largos días y que la bella pagoda de campanitas rojas como la flor del granado, después de la no interrumpida felicidad con su travieso huésped, albergó a una parlera cotorrita, con la cual no tuvo nunca ni un sí ni un no...

Por Soledad Vallejos

domingo, 10 de mayo de 2009

Jornadas de Eduarda Mansilla (1834-1892) La literatura como destino, una escritora nacional y cosmopolita.

Queremos por este medio, invitar a todos aquellos que visitan nuestro blog interesados en conocer la vida y obra de Eduarda Mansilla a concurrir a estas jornadas en su homenaje.La entrada es gratuita.

Dichas Jornadas, organizadas por la Señora Irene Chikiar Bauer y auspiciadas por la prestigiosa Revista El Arca/del Nuevo Siglo y la empresa LA CAJA /de ahorro y seguro, serán una magnífica oportunidad para conocer el talento literario, periodístico y musical de esta pionera de las letras argentinas.

Celebramos este hecho y la participación de tantas distinguidas personalidades que desde hace muchos años se dedican al estudio de la obra de esta talentosa escritora argentina del Siglo XIX.

El programa de las mismas es el siguiente:

Primera Jornada
Jueves 28 de mayo, a las 18:00.
Lugar: Sala Augusto R. Cortázar de la Biblioteca Nacional, sita en Aguero 2502, de la Ciudad de Buenos Aires.


Primera parte
18:00 a 19:00 hs.
* Apertura de las Jornadas.
* Eduarda Mansilla, escritora y periodista. Mesa redonda con la participación de Néstor Tomás Auza, Irene Chikiar Bauer y Lily Sosa de Newton.

19:15 a 19:30 Intervalo

Segunda Parte:
19:30 a 20:30
* Mesa redonda. Las editoras de Eduarda Mansilla. Exponen, María Rosa Lojo (Lucia Miranda), Hebe Beatriz Molina (Cuentos infantiles) y María Gabriela Mizraje (Pablo o la vida en las Pampas)

Segunda Jornada
Viernes 29 de mayo, a las 19:30.
Lugar: Auditorio Colegio de Escribanos, sito en Avenida Callao 1542,Ciudad de Buenos Aires.

* Conferencia: Eduarda Mansilla de García y la Música a cargo de Juan Maria Veniard.
* Canciones de Eduarda Mansilla.
* Obra para piano y canciones de Eduardo García-Mansilla. Silvina Sadol y (Canto) y Emiliano Tarchetta (Piano)

domingo, 3 de mayo de 2009

Miradas sobre la mujer y la patria, desde el balcón de Eduarda Mansilla

Por Hebe Beatriz Molina

Eduarda Mansilla de García es la escritora argentina más ilustrada del siglo XIX y, paradójicamente, una de las más opacadas en la historia literaria argentina. Su condición de esposa de un embajador le permite residir en París y en Washington, principalmente, desde 1860 y por casi diecinueve años. Durante esa estancia en el exterior, intercambia opiniones sobre temas diversos –filosóficos, literarios, políticos y morales– con pensadores de renombre, reafirmando de este modo el temple de mujer intelectual que había revelado en sus primeras novelas: El médico de San Luis, Lucía [Miranda], ambas de 1860; y Pablo ou la vie dans les pampas, de 1869, escrita en francés para el público europeo. Cuando regresa a la Argentina, colabora sobre todo en El Nacional, La Gaceta Musical y La Nación con artículos que tratan asuntos muy variados. Dado que estos textos son hoy casi inaccesibles, en esta ponencia, nos limitaremos a dejar hablar a Eduarda y sólo presentaremos algunas de sus opiniones, sobre todo acerca de la mujer y de la patria, a fin de apreciar la singularidad y la firmeza de su pensamiento.

Si bien todavía se sabe poco de sus actividades en la Argentina entre 1879 y 1884, podemos imaginarla –gracias a sus propias palabras– en el balcón de la casa materna, en ese jardín suspendido en el cual disfruta de agradables momentos, de la brisa fresca del río –aun en el tórrido verano porteño– y de la compañía de un jazmín diamela y de un gato negro:


[…] ese balcon encantado tiene el poder de hacer volar mi fantasia en todas direcciones así que en él penetro. Elevada, muy elevada sobre el nivel del suelo, tocando casi las nubes, y digo casi solo por modestia, pues á mi se me figura que alcanzo á tocarlas ó que ellas me tocan mas de una vez (“Mi balcón”).

Desde esa altura contempla y analiza su tierra natal con los ojos renovados de quien viene de observar otras sociedades, a las cuales a veces –sólo a veces– ha llegado a admirar. Los lectores argentinos la recuerdan gracias a retratos y semblanzas publicados durante su ausencia .

También, gracias a algunos artículos que escribe como corresponsal. Así, desde Estados Unidos envía una reseña sobre la traducción que Carlos Morla Vicuña realiza del poema Evangelina, de Longfellow (1878). En este comentario, Eduarda explicita su concepción literaria. Ella defiende la postura romántica de la idealización: “A mi entender la mision del poeta, del artista, no es copiar como la fotografia, ni calcar las líneas como las máquinas; el genio no copia, el genio idealiza” (200). No obstante, reconoce que necesariamente el romanticismo ha pasado de moda y que al poeta moderno, como Longfellow, “el espíritu de la época exige […] cierta honradez que así quiero llamar á la verdad ó realismo que es el gusto de nuestros dias” (200). En otras palabras, Eduarda propone como misión de la poesía la idealización de la realidad contemporánea. Al terminar la reseña, describe al traductor con mirada femenina para deleite de sus lectoras: “Sueñe la mas entusiasta de sus jóvenes lectoras, una cabeza de poeta de 25 años, agregue á dos ojos azules, mansos é inspirados, una frente tersa de una blancura femenina, corone esa frente de cabellos rubios ensortijados y sedosos, y tendrá una idea aproximada de Cárlos Morla Vicuña” (202).

Los artículos de esta escritora más interesantes son los publicados en El Nacional , y que están firmados indistintamente “Eduarda M. de García”, “Eduarda Mansilla de García” y “Eduarda”, pues los lectores de ese periódico ya la identifican con certeza. Los textos se destacan por ser discursos persuasivos de alta calidad, que ponen de relieve los profusos conocimientos y las habilidades retóricas de la escritora: estructura hábilmente organizada desde un planteo teórico, respaldado en la autoridad de poetas o filósofos tanto antiguos como modernos; progresiva presentación de la situación criticada; apelación eficaz y prudente a la afectividad del lector; firmeza en la defensa de sus valores; amenidad y uso de recursos propios de una conversación. Toda esta serie de artículos constituye una fuente imprescindible –hoy casi desconocida– para entender el pensamiento de esta escritora y para apreciar su originalidad; por eso, nos detendremos en algunos de ellos.

En el orden de los temas públicos, interesa “Política europea (A propósito de los ‘Recuerdos de viaje’)”, acerca del texto que Lucio V. López venía editando en El Nacional y al que la escritora alaba al mismo tiempo que cuestiona en algunos puntos. A partir del entusiasmo manifestado por López respecto de los estudios de Taine, Eduarda objeta el poder asignado a los libros y, por ende, a las teorías vertidas en ellos: No, los libros, por buenos, por admirables, por sanos, que sean, no son nunca “un ejemplo vivo” que sigan los revolucionarios, ni en pro ni en contra. Las revoluciones son siempre hijas de causas complexas y diversas, q’ obedecen á leyes tan inflexibles como ciegas; ni el génio de Tácito suprimió los tiranos, ni el buen juicio de Taine hará desviar en un ápice la corriente fatal del espíritu comunista, que hoy devora á esas sociedades exhaustas.

En cuanto a la importancia política de las naciones hispanoamericanas en comparación con las europeas, Eduarda inclina la balanza a favor de aquéllas ya que aprecia el sentido de democracia de estos pueblos: “Y creo no equivocarme al proclamar, que salvo una ó dos escepciones, en Sud America nadie ha puesto en duda de unos cuarenta años á esta parte, ni aun los mas osados, la belleza ni la utilidad de las instituciones democráticas”.

Debido a que el texto de López es un relato de viajes, Eduarda opina sobre los distintos pueblos que el viajero describe. Reconoce que los europeos en general aprecian muy poco al hispanoamericano, pero también que “mayor desden que éstos, tienen por nosotros los Americanos del Norte”, para quienes “ni siquiera, somos una mala cópia de sus instituciones”; y de modo lapidario remata: “El yankee por Americano no conoce sinó á él y como libre á él y sólo á él”. Por eso, critica la “pueril ignorancia” de los argentinos: “creemos que la nacion mas egoísta de la tierra, piensa en nosotros, nos admira y estaria hasta pronta á ayudarnos llegado el caso”. Eduarda confía más en los ingleses, quienes han dado “pruebas tangibles de su fé en nuestra existencia”, sobre todo otorgándonos créditos diversos. Pero los elogios mayores recaen sobre Francia, “no solo la mas rica, como suelo, sino como virtudes” entre todas las naciones europeas. La escritora valora no tanto sus “galas” artísticas y literarias, como el sistema económico basado en la distribución de las tierras entre los paisanos: “La revolucion, entre muchos bienes, ha dejado á los franceses ese retaceo benéfico de la propiedad, q’ es el mas grande de los problemas económicos realizados en los tiempos actuales. La fuerza económica de la Francia está ahí, su fuerza social en la familia”.

Consideraciones como éstas, respecto de las sociedades europeas y norteamericana en comparación con la argentina, son expuestas con igual perspicuidad en “Siempre sobre modas”, artículo en el que Mansilla critica a sus compatriotas la manía de imitar a los franceses y que vayan perdiendo las costumbres propias, que marcan la idiosincrasia nacional. Con un poco más de indulgencia, presenta la que considera la “única mania grave” de los porteños: la de ir al teatro Colón vestidos de rigurosa etiqueta. Para Eduarda, es “nuestro lujo, nuestra debilidad, nuestra servidumbre elegante” (“Servidumbres”).

Eduarda no sólo observa críticamente las funciones de la ópera, sino que también inspecciona otros lugares menos prestigiosos, como lo es la cárcel porteña. Lo hace, según explica en “Una visita á la Penitenciaria”, con el propósito de estudiar la “fisonomia privada, intima, real” de su “patria”. Se basa en el siguiente postulado:
Para juzgar á un pueblo, para pesar el grado de moralidad, de cultura real, de felicidad á que ha llegado, fuerza es estudiarlo en la rutina de su vida ordinaria, en la intimidad de sus hospitales, de sus escuelas, de sus cárceles, buscando asi, esa fisonomia íntima que se revela infraganti en el deshabillé social. «No hay hombre grande para su ayuda de cámara,» dice el adagio; yo creo por el contrario, que el hombre verdaderamente grande debe revelarse tal, hasta en la intimidad mas privada; otro tanto digo de una nacion.

La luminosidad, el aseo y el “comfort” de la cárcel cautivan su espíritu y embelesan su mente. Pero así como resalta lo que juzga correcto, denuncia lo que le parece inaceptable, sobre todo cuando su preocupación se orienta hacia situaciones muy penosas que estremecen y demandan caridad, como la que padecen los veteranos de guerra lisiados que piden limosna por las calles. Eduarda evalúa este caso con vehemencia: Doloroso, cruel pago, dado al defensor de nuestro suelo, de nuestras instituciones, de nuestras pasiones mismas, que el soldado, verdadera chaire a canon entre nosotros, es el principal instrumento, ciego, inconciente; desgraciado, de ambiciones y ambiciosos. Pobre soldado! Aclamado cuando es victorioso, vilipendiado cuando es vencido y olvidado, cuando queda inservible. Ay! Esto es cruel, es atroz, es bárbaro, es indigno de nuestra presente civilizacion y clama al cielo pidiendo justicia! (“Una limosna”).

El reclamo está dirigido a los legisladores, a quienes solicita arbitren los medios económicos necesarios para la instalación de un asilo de inválidos, de modo tal que no deban mendigar públicamente. Y lo demanda “por amor de la patria”, aun cuando agrega otros motivos: la higiene pública, la sensibilidad femenina y el gusto estético: “por caridad, por amor á lo bello, no exhibamos nuestros cojos, mancos y ciegos en nuestras calles” (el resaltado es mío).

A los temas femeninos Eduarda también dedica varios artículos. En “El gran baile del Progreso”, defiende los rasgos más distintivos de las mujeres: su sentido de la estética y su afición al lujo y a la cosmética. Organiza su argumentación a favor del baile y de las mujeres apelando a leyes naturales y al ejemplo de las divinidades antiguas: “Luz y flores son gala de naturaleza, la mujer el complemento. El lujo tal cual los hombres lo comprenden, tiende siempre á acercarse a ese ideal. El amante ofrece á la mujer amada flores y joyas: luz y perfume”. Desde la “sencilla y candorosa doncella” hasta las diosas del Olimpo (Juno, Minerva, Venus) gustan de adornarse con elementos bellos, sea una rosa, sean brillantes atavíos. Esta actitud no debe asombrar porque es una ley suprema: Ley de naturaleza es agradar. No se escandalice algun ceñudo Caton, que al engalanarse la mujer obedece inconciente á una ley de amor. Embellecerse, agradar, amar y ser amado, es contribuir á la ley de armonia suprema que rige los mundos.



El baile es un ámbito privilegiado para la seducción. En medio del apogeo positivista, Eduarda reanima la importancia de las sensaciones, que otrora defendían los románticos, y lo hace recurriendo a la experiencia masculina: Bailar con la mujer amada, es como todo hombre lo sabe, una de las sensaciones mas poderosas que puede esperimentar un pecho mortal. Ceñir el talle gentil, sentir cerca del corazon palpitante otro corazon que se ajita dulcemente, ver bajo leve gaza levantarse el túrgido seno, confundir las miradas, estrechar las manos, cambiar en recortadas palabras, en voz baja y misteriosa, en tanto la música envuelve en nube de armonia cuanto toca, es algo que no desdeña ni Cristiano ni Musulman cuando tiene el corazon puesto en su lugar.

Eduarda no esconde los trucos ni las causas del embellecimiento de las mujeres. La belleza es una cuestión de actitud: “mas de una falsa reputacion de hermosura es el resultado del firme propósito de parecer bella”. Propone, además, una curiosa explicación, que justifica indirectamente el boato de los bailes: “las mujeres cobran belleza las unas de las otras; hay en un conjunto de mujeres hermosas como un fluido invisible que se desprende de las unas para embellecer á las otras”. No obstante, cada una mantiene su independencia de criterio: “Cada mujer se engalana como le place, como le sienta, como su intelijencia se lo sujiere; que hoy para vestirse bien, es fuerza conocer las leyes de la estética. Pero qué mujer, no las conoce por instinto”. A los varones los despierta con esta verdad: las mujeres no se engalanan para seducirlos. Tal aseveración proviene de la voz de la experiencia: “Una mujer de suma esperiencia, me dijo un dia. «Las mujeres nos vestimos las unas para las otras; con los hombres hay que cuidar el resultado jamas el por que.»”.

Las opiniones políticas de Eduarda sobre la mujer se hallan sintetizadas en uno de los últimos artículos que publica en Buenos Aires, esta vez en La Nación: “Educación de la mujer” (1883). Es una carta dirigida a Francisco Lagomaggiore, quien acababa de publicar América literaria: Producciones selectas en prosa y verso. De esta antología, el compilador ha recomendado a Mansilla un artículo de José Pedro Varela. Aunque ella aprecia la “observacion práctica nada comun, y el propósito altamente moralizador y adelantado” del educador uruguayo, objeta sus consideraciones negativas respecto de la costura: “pienso, como Jorge Sand, que cuando la mujer cose es cuando su pensamiento se reconcentra mejor”. Esta labor beneficia tanto a las damas pudientes como a las de escasos recursos. A las primeras, esta ocupación manual le proporciona un quehacer que evita el aburrimiento: “ni se fastidia, ni como pintorescamente decian nuestros abuelos, peca con el pensamiento”. Por eso aconseja que las niñas cosan sus vestidos y el de sus muñecas; esta preparación tendrá su recompensa afectiva: “la suprema dicha de vestir al nene, el encanto del hogar”.

Para las mujeres que necesitan trabajar, el oficio de costurera puede solucionarle sus problemas económicos pues la costura se paga muy bien, mucho más que los escritos literarios. Como ejemplo, menciona a famosas modistas francesas que ganan más que Jorge Sand. En Buenos Aires, la situación no es menos provechosa: En cuanto á las costuras blancas, hacen vivir aqui á muchas familias. Por término medio, las obreras, las buenas obreras que saben cortar y arreglar, y tienen máquinas, –pues hoy la mecánica ayuda considerablemente á la mujer, sin por eso exonerarla de la parte artística de su tarea, ó sea el corte y el arreglo,– ganan de cuarenta á cincuenta pesos diarios.

Este encomio de la modesta tecnología en boca de Eduarda puede sorprender a quienes hayan leído sus Recuerdos de viaje, pues en ellos la escritora aprueba el trabajo de las mujeres en el periodismo porque es “un medio honrado é intelectual para ganar la vida: y se emancipan así de la cruel servidumbre de la aguja, servidumbre terrible desde la invencion de las máquinas de coser” (121). No creemos que en un año Eduarda haya cambiado de opinión; lo más probable es que aprecie las diferencias económicas y socioculturales entre los Estados Unidos y la Argentina: lo que es bien visto en el país del Norte, por la mentalidad liberal que en él impera, no es lo más conveniente en un país donde el liberalismo no ha llegado todavía a sacudir la estructura social de los géneros. Quizás, también, por experiencia propia, sepa que en la sociedad porteña las periodistas no son bien pagas. Parece aconsejar, como ya había indicado en El médico de San Luis, que las mujeres deben aprender lo que les más beneficioso según el contexto en el que viven.

En el artículo de La Nación que veníamos comentando, además del aspecto económico-laboral , Eduarda destaca las habilidades estéticas que la costura desarrolla en la mujer: “Yo, quizás, porque soy mujer, pienso que la moda y el lujo son esponentes de civilizacion, y que el embellecimiento de la mujer es, ha sido y será mientras ella reine, y reinará siempre, una ley natural”. Eduarda recurre insistentemente al concepto de ley natural para fundamentar sus juicios en algún argumento de origen científico, con el cual puede responder cualquier observación de parte de los utilitaristas de aquel entonces. También defiende la suntuosidad con razones históricas y con razones de política económica: “El lujo alienta la industria, y vive de ella y la hace vivir”. No obstante, reconoce que en este tema están en juego numerosos factores culturales y la presión de la modernidad: El problema es complexo y toca más de un resorte de nuestro organismo social. La moda rige y despotiza, no solo en lo relativo á los trajes, sino por lo que respecta al conjunto de necesidades artístico-elegantes que constituyen el agrado y el comfort de nuestro modo de vivir actual.



Posteriormente, se refiere a otros tipos de trabajos. Apoya la propuesta de Varela en cuanto a la ocupación de la “mujer de pueblo” en las tiendas, pero disiente de sus apreciaciones relativas a la mujer pudiente, a la que el uruguayo –según Mansilla– “acusa de estar educada como si su vida debiera ser un baile permanente”. Con todas estas disquisiciones, Eduarda defiende la dignidad de la mujer y su derecho a mantenerse noblemente en caso de necesidad. Sin embargo, no enarbola otras banderas más feministas: Yo lo confieso, á trueque quizá de arrancar ilusiones á algunos de mis amigos: no soy partidaria de la emancipacion de la mujer, en el sentido de creer que ésta podrá luchar con el hombre en el terreno de las ciencias y en su aplicacion profesional.

Pienso que la naturaleza ha dispuesto las cosas de otra suerte, y que la que está destinada á llevar en su seno al que mas tarde ha de ser un hombre, hállase por ese hecho mismo, no digo á la altura de este último, sino mas arriba .

Mansilla respeta el orden natural según las convicciones católicas que profesa y las tradiciones hispánicas en las que ha sido educada. En esta línea de pensamiento, aprueba la valoración de Varela respecto de la madre como “el primer médico del niño”, pero también le pide que aprecie su labor de apoyo indispensable en cuanto a los deberes escolares, el cuidado de la vestimenta y “detalles de policía íntima” de los hijos. Como consecuencia de esta situación hogareña, Eduarda critica el sistema escolar imperante por las tareas que los niños deben realizar en su casa, restando tiempo al encuentro familiar. Propone, por ende, que los alumnos se queden una hora más en la escuela y en ese lapso realicen los deberes.

Finalmente, Eduarda destaca la función religiosa de la madre pues considera que la mujer y el niño necesitan “orar y levantar su corazon al cielo para pedirle auxilios y consuelo”. Después de reconocer que no es liberal “á la manera de los que hacen gala de no creer”, replica a los laicistas que estaban ganando batallas a los católicos en la lucha por la secularización de la sociedad argentina, parafraseando con ironía las bienaventuranzas evangélicas: ¡Felices los que pueden bastarse á sí mismos y hallar en las horas amargas de la vida, aliento y consuelo en la ciencia pura! Esos son los aristócratas del pensamiento.

Eduarda Mansilla defiende concienzuda y libremente la función maternal de la mujer en la sociedad moderna pues entiende que la maternidad –como actitud del espíritu– supera los inconvenientes que acarrean las diferencias de castas y los rencores con que las disputas políticas han herido a su bienamada patria, esa “crisálida” que halló “convertida en alada y pintada mariposa” a su regreso tras larga ausencia: “mi fibra artístico-patriótica estaba conmovida” (“Una visita á la Penitenciaría”), confiesa a sus lectores argentinos esta sensata mujer, artista, escritora y orgullosamente argentina.

Fuente:Hebe Beatriz Molina. Trabajo presentado en el III Encuentro Interdisciplinario de Estudios sobre las Mujeres: MUJERES, CIENCIA Y SOCIEDAD; Aportes femeninos a la Historia de la Cultura. Mendoza, 9 y 10 de octubre de 2008

viernes, 1 de mayo de 2009

Eduarda Mansilla de García, pionera en el género de cuentos infantiles.

Eduarda Mansilla de García, publica en 1880 su libro "Cuentos", lo que la convierte en la primera escritora argentina que incursiona en dicho género literario.

Su obra incluye nueve cuentos infantiles, un relato "Tío Antonio" y un artículo de costumbres -"Pascua"- sobre los festejos de Navidad en los Estados Unidos y Francia.

La propia Eduarda, en palabras al lector nos cuenta porque decidió incursionar en este género.

"Diré, como el buen Lafontaine:

«Todo siente y habla en mis cuentos, hasta una inerte jaulita dorada.»

Andersen, el maestro en materia de cuentos, ha narrado magistralmente las aventuras de «Un intrépido soldado de plomo.»

Siguiendo sus huellas, he contado yo las de una Jaulita dorada.

Si lo hice bien ó mal, no me incumbe á mí decirlo; solo he intentado producir en español, lo que creo que no existe aun original en ese idioma: es decir el género literario de Andersen.

¡Cuál ha sido mi objeto al componer estos cuentos?

Debo confesarlo, aun cuando la pretension parezca superior a mis fuerzas. Vivir en la memoria de los niños argentinos! Penetrar en el hogar por la puerta mágica de la fantasía, y que las madres encuentren en mis cuentos con que reemplazar esos hoy olvidados, que en mi infancia contaba yo á mi anciana abuelita. El tiempo ha ido borrando los contornos de “La Hormiguita, del Caballito de siete colores, de Juan sin miedo,” que hacian las delicias de otras generaciones infantiles. Feliz yo, si mis narraciones llegasen á popularizarse, reemplazando hasta cierto punto las ya olvidadas.

Puede acaso aspirarse á mayor gloria, que á cautivar la atencion de los niños, críticos perfectos, de gusto esquisito, seguro; haciendoles olvidar sus penas fugaces, secando sus lagrimas pronto enjugadas, como dice Victor Hugo y despertando esa fantasía que dormita entre nubes sonrosadas, que el menor destello luminoso aviva? No. Y por mi parte esa gloria me bastaria.

La acogida benévola que obtuvo Chinbrú, publicado en folletin , acentuó en mí la idea que desde Europa me atormentaba tiempo há, cuando mis hijitos que adoran á Andersen, devoraban ávidos las obras de la Condesa de Ségur , tan popular en Francia. Casi con envidia veia el entusiasmo con que esas inteligencias, esos corazones que eran mios, se asimilaban sentimientos é ideas que yo no les sugeria; y mas de una vez traté de cautivar á mi turno con mis narraciones al grupo infantil.

Puedo asegurar que la emocion que se pintaba en sus semblantes trasparentes, sus aplausos y hasta su crítica, halagaban dulcemente mi corazon de madre y lisongeaban mi vanidad de artista.

Cada uno de mis cuentos, que no he querido denominar ni como mi amigo Mr. Laboulaye de azules , ni como la Condesa de Ségur de rosados , lleva al frente el nombre del niño á que vá dedicado. Es la imàjen protectora que ha de servir de salvaguardia y aun de inspiracion á mi pobre ingenio.

He tratado de familiarizar á mis jovenes lectores, por medio de apólogos sencillos, con la idea delicada y profunda, que en la naturaleza todo vive, todo siente; y que el sufrimiento no cuenta solo por la cantidad sinó por la calidad, mostrándoles que la virtud debe ser amada porque es bella. Si mi fantasia me ha estraviado, voy en grata compañia.

Reproduzco «La Pascua,» y dos de mis cuentos, accediendo al pedido de una distinguida dama estrangera de sumo gusto, á quien me es grato complacer.

¿Qué acogida hallará mi libro? Mi intencion es buena; tengo fé en esa pléyade entusiasta, generosa, que vá á leerme. Ella me ha inspirado, en ella fio……."


20 de Enero de 1881.

Eduarda Mansilla de García.

domingo, 26 de abril de 2009

Eduarda Mansilla. La admirable Miranda y el salvaje Calibán.

En Lucía (1860), su novela inicial, luego reeditada (1882) como Lucía Miranda, Eduarda decide emprender un viaje por el tiempo. Se remonta a la incursión de Sebastián Gaboto, fundador del primer asentamiento español (el fuerte de Sancti Spiritus, en 1527), en la tierra que luego sería la provincia de Santa Fe. La iniciativa del marino veneciano concluye en la derrota militar y el fracaso económico, pero aporta a nuestro imaginario dos mitos: el de la Ciudad de los Césares, y el de Lucía Miranda. Ambos sobrevivirán hasta el siglo XX.

El primero en escribir sobre esta “señora española”, casada con el militar Sebastián Hurtado, es otro militar, funcionario y aficionado cronista de respetable instrucción y buena prosa: Ruy Díaz de Guzmán, nativo de Asunción, descendiente por parte de padre de un linaje prestigioso cuya cabeza es el duque de Medina Sidonia y, por parte de madre, del conquistador Domingo de Irala, pero también de una de sus concubinas guaraníes, bautizada como “Leonor”.

En la enumeración de sus ancestros, Ruy Díaz omite la existencia de esta abuela, que no debía de constituir para él motivo de orgullo. Pero en su crónica palpita ya la ambigüedad de una voz que se sabe perteneciente a dos mundos. Ni Lucía Miranda ni Sebastián Hurtado, ni ningún otro de los personajes nombrados por Ruy Díaz existen en los documentos de la expedición de Gaboto. Leyenda oral, o pura invención del propio cronista, el relato explica la guerra por la ocupación del territorio a través de la disputa entre indios y españoles por una mujer. Luego de un período de buena convivencia inicial, la armonía se rompe cuando el cacique Mangoré se prenda “desordenadamente” de Lucía Miranda.

Para apoderarse de ella invade el fuerte, y aunque muere en la refriega, su hermano Siripo lo sucede en esta pasión infeliz. La anécdota concluye con la ejecución, ordenada por Siripo, de los esposos que no renuncian a su amor, y con la destrucción final de la fortaleza. La referencia a la Ilíada es visible aun en los detalles, como el ingreso de los timbúes en el fuerte gracias al “presente griego” (esta vez no será el caballo de Troya, sino los codiciados víveres que los cristianos no parecen capaces de obtener por sí mismos). Pero no todo es tópico legitimador ni loco enamoramiento. También se oyen, contundentes, las fundadas razones del “bárbaro”: si no se rebelan a tiempo contra los españoles, tan “señores y absolutos en sus cosas”, dice Mangoré a su hermano, después ya no lo podrán hacer y quedarán “sujetos a perpetua servidumbre”.

Mucho se parece esta voz a la de Calibán, que es su contemporáneo. La llamada Argentina manuscrita (por el tipo de circulación que tuvo hasta 1836, en que fue finalmente publicada por Pedro de Angelis) se terminó, según se estima, hacia 1612. De 1611 data The Tempest, de William Shakespeare, pieza donde debaten dos líneas filosóficas en la valoración del “salvaje” (Calibán) y del brave new world: la visión utópica del “hombre natural”, inocente y sin vicios en una tierra paradisíaca, y la consideración del nativo como un ser deforme, monstruoso, degradado, primitivo en el peor sentido del término, que debe ser sometido al dominio de la civilización superior, junto con su paisaje de intemperie. Aun así, el “monstruo” se justifica con argumentos elocuentes: “Tengo derecho a comer mi comida. Esta isla me pertenece por Sycorax, mi madre, y tú me la has robado. Cuando viniste por primera vez, me halagaste, me corrompiste. (...) ¡...fui rey propio, y me has desterrado aquí, en esta roca desierta, mientras me despojas del resto de la isla!”.

¿Pudo llevar algún viajero ibérico o algún corsario inglés la historia de Lucía Miranda a los oídos de Shakespeare? La crítica se lo sigue preguntando. La elección del nombre para el personaje femenino protagónico (la mujer deseable y deseada por el “salvaje” en ambas historias), ¿se debe tan sólo a la etimología latina (Miranda: la que debe o merece ser admirada), o acaso (también) a la impresión que pudo haber producido el sonoro apellido español de la crónica?

No se ha probado que Shakespeare conociera el episodio de Lucía Miranda, pero es indudable que otro dramaturgo inglés tuvo acceso a él. Se trata del mediocre y olvidado Thomas Moore (ni el autor de Utopía, ni el gran poeta irlandés amigo de Byron), quien, en 1717, dio a conocer la obra Mangora, King of the Timbusians, notable, según la crítica de sus contemporáneos, “sólo por sus despropósitos”. Seguramente Moore había leído la Historia (1673) del padre Del Techo, el primero de los historiadores de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay que incorpora el episodio narrado por Ruy Díaz. Poco informado, o despreocupado en absoluto de toda verosimilitud, Moore pinta a los timbúes como negros africanos, que viven rodeados de espléndidas riquezas. Tan pronto usa el tópico del “pueblo inocente” como el del salvaje lujurioso y bestial. Su crítica a los móviles de los conquistadores españoles, y sobre todo del grotesco cura (Fray Jacques, un modelo de vicios), no atenúa la mirada racista sobre los indígenas que, aun desde ellos mismos, son (auto) descalificados permanentemente por su negrura y fealdad, la cual los hace aborrecibles a los ojos de las damas cristianas (Lucy y su hermana Isabella). Los caciques tienen en Moore personalidades claramente diferenciadas: una positiva, caballeresca y casi lírica (Mangora), y una negativa, hosca y brutal (Siripus). Es interesante comprobar que lo mismo sucede en la novela de Eduarda Mansilla, aunque sus personajes son tanto más complejos.

Nuestra autora había leído a Ruy Díaz de Guzmán, a Shakespeare (no cita The Tempest en sus epígrafes, pero sí Macbeth y Hamlet), y quién sabe si a Thomas Moore. Conocía la historia jesuítica del padre Guevara, publicada asimismo por el erudito Pedro de Angelis, en la que se basa para las muchas y minuciosas observaciones antropológicas de su libro. Hasta pudo haber visto representar, de niña, alguna refundición del extraviado Siripo (1789), de Manuel de Lavardén. No son desdeñables las afinidades con The Tempest. La Miranda shakespeariana tiene un sabio maestro: su padre, el mago Próspero. El maestro de Lucía Miranda es un padre espiritual: Fray Pablo, que también le da una educación letrada, poco usual en la época para las mujeres. Como Miranda, Lucía se convierte en “educadora”, posee la llave de dos lenguas (la suya y la de los otros). Y la voz narradora asume algunas razones de Calibán, denunciando tanto el maltrato al que se había sometido a los aborígenes, como la indolencia española, que pretendía obtener grandes riquezas sin ningún trabajo.

La novela casi homónima y simultánea (1860) de Rosa Guerra, otra escritora argentina, también opta por retomar este mito, pero lo hace en un relato más acentuadamente sentimental, con una estructura mucho más simple, y menor atención a la fundamentación histórica y la descripción etnográfica. Lo novedoso en Guerra es el ambiguo erotismo: el deseo velado de la española por el apuesto cacique Mangora. En Mansilla, la belleza física y el encanto personal del jefe timbú Marangoré no detentan menos relieve (aunque Lucía sigue empecinadamente enamorada de su marido), pero la mayor novedad radica en el carácter de su heroína, último y perfeccionado eslabón de una intrincada “saga femenina” a la que se dedica la primera y más extensa parte de la novela. Su Lucía elige libremente y se hace cargo de sus opciones hasta las últimas consecuencias. Es una admirable Miranda capaz de lucidez intelectual y de un desafiante coraje moral, situada por encima de la función épica y guerrera. Su apuesta por la función educativa, capaz de desembocar en una síntesis cultural (aunque la dominante sea la cultura hispánica) emerge como modelo para una sociedad todavía tensa entre la Confederación y Buenos Aires, donde los llamados “bárbaros”: gauchos, indios, así como las mujeres (siempre puestas del lado de la irracional “Naturaleza”), buscan un lugar que no implique la mera subalternidad. Sus personajes lo encuentran. Lucía muere, pero su ahijada, la timbú Anté, y su prometido, el soldado español Alejo, escapan de la destrucción del fuerte hacia la libertad de la pampa abierta, no ya “desierto”, sino espacio protector para un amor que tiene futuro: la sociedad argentina misma, nacida de ese mestizaje original. Esa, la aceptación del mestizaje como raíz fundante del cuerpo social y cultural de la nación, es la otra gran diferencia de su novela.

Fuente: María Rosa Lojo, Página 12, Suplemento Radar libros. Domingo 12 de octubre de 2008. (Resumen de un artículo de mayor extensión)

sábado, 25 de abril de 2009

Eduarda y Lucio Mansilla. Los hermanos sean unidos.


Los hermanos Mansilla, Eduarda y Lucio Victorio, compartieron la pasión por los libros y el arte de escribir, cierto sofisticado “dandismo” y la obsesión por los “otros” de la cultura. Compartieron también una filiación tan deslumbrante como incómoda. En la Argentina posterior a Caseros eran los sobrinos de Juan Manuel de Rosas: hijos de su bella hermana Agustina (inmortalizada, de manera no siempre halagüeña, en Amalia), y de Lucio Norberto Mansilla, colocado en el panteón de los héroes nacionales por su desempeño en la batalla de la Vuelta de Obligado, pero que, además de cuñado, había sido prominente funcionario del Restaurador.

Cosmopolitas y políglotas, elegantes y curiosos, los Mansilla fueron asimismo, obstinadamente y sin sentimientos de inferioridad, criollos rioplatenses. A pesar de sus muchos viajes y sus varias lenguas, no los afectaba el “complejo del europeo desterrado” que atormentaría a las élites posteriores y que, desde Victoria Ocampo a Héctor H. Murena, deja una huella perdurable en el ensayo argentino. Aunque Lucio mechaba su escritura con galicismos, aunque Eduarda fue bilingüe al punto de escribir directamente en francés (ya que en Francia residía entonces) su novela más madura, Pablo, ou la vie dans les Pampas (1869), el castellano siguió siendo para ellos el eje lingüístico de una vida extraterritorial, y la patria del Plata el hospedaje preferido de su imaginación y el último horizonte de sus deseos.

¿Cómo se ha construido y seguirá construyéndose, étnica y culturalmente, la nación argentina? Los Mansilla intentarán responder a esa pregunta que los desvela en sucesivos libros, de los cuales el más famoso es Una excursión a los indios ranqueles (1870). La Argentina moderna deberá hacerse, también, con indios y con gauchos, no sólo con los inmigrantes que anhela Sarmiento, se responde, en esas páginas Lucio V.; nada puede haber de extraño en esto –insiste– porque el mestizaje está en los genes desde la Conquista. Por eso, enfatiza ante la Junta de caciques, “yo también soy indio”, y vuelve a decirlo de otro modo para sus lectores blancos y urbanos hacia el final del libro, con una larga parrafada que, en el contexto de época, se recorta como un alegato contra el racismo. La nación debe contar con los indios, los gauchos y los negros, aporta por su lado Eduarda. También con inmigrantes, como el Dr. Wilson, de El médico de San Luis (1860), que encuentran en este país, con todos sus “bárbaros” defectos, lo que no ha podido darles su tierra de origen. Y agrega una tesis que la singulariza: desde su fundación, nuestra sociedad existe gracias al liderazgo no oficial de las mujeres, marginadas de las efemérides y de los registros épicos, pero hacedoras en sus cuerpos, en la lengua y las prácticas culturales, en la formativa política doméstica de los valores y las costumbres que, a su vez, engendrarán las leyes.

Fuente: María Rosa Lojo, Página 12, Suplemento Radar libros. Domingo 12 de octubre de 2008. (Resumen de un artículo de mayor extensión)
Fotografía: Miniatura del pintor Fernando García del Molino, pintada en el año 1838, en poder de la familia García-Mansilla.

viernes, 24 de abril de 2009

No toquen a la Reina. Eduarda Mansilla. Por María Gabriela Mizraje.

Es ella, Eduarda Mansilla de García (1834-1892), en boca del siempre advertido Sarmiento. No la toquen. Pues llega a la escena literaria con todos los atributos: es bella, es inteligente, es elegante; despliega gracia y es dueña de talentos probados en diferentes disciplinas; transmite bondad, dulzura, posee nobleza; es audaz y prudente a un tiempo; resulta, de modo inevitable, celada, envidiada y admirada por las unas y por los otros. Sabe del hogar y del mundo, tiene calle, campo y salón, como pocas mujeres de su época. Y sí, es una reina de las pampas.

“Ne touchez pas a la reine!” –había dicho él textualmente, asimilándose en el francés, que era una de las lenguas de Eduarda, en la que llega incluso a escribir ficción. Lo que aquellas palabras del ex-Presidente en el otoño de 1879 lograban, era pedir (y ordenar) que la dejaran ser. Y hacer. Hacer periodismo y alcanzar las luces de las letras.

Aquel amparo relativo que Eduarda, por otra parte, no solicita nos la presenta acaparando la atención y desplazándose con sus preciosos ropajes interiores y exteriores sin riesgos de caer en el ridículo.

Suele haber más de un hombre rodeándola con ambiguas protecciones pero garantizándole de esa manera el cumplimiento de cierto codificado decoro.Eduarda Mansilla tiene (basta leerla) un espíritu libre, pero es la esposa de un señor diplomático –el Dr. Manuel Rafael García–, la hija de un respetado general triunfador en la batalla de la Vuelta de Obligado –Lucio Norberto Mansilla–, la hermana de otro militar, político y escritor de genio y renombre –Lucio Victorio Mansilla– y aún, como si con ello no alcanzara, la sobrina del hombre de la fama acaso más enfática de todo el siglo XIX argentino: Juan Manuel de Rosas. Pues la madre de Eduarda, Agustina, siempre recordada por su incalculable hermosura, era hermana del Restaurador.

Así, cuando accede al circuito literario, Eduarda cuenta con más de un recurso pero también con más de un freno, de ahí que, entre otras protecciones características de su género, recurra al seudónimo.

Sus señas personales se encubren en general con un nombre masculino; en 1860, publica bajo la firma de “Daniel” sus primeras novelas, El médico de San Luis y Lucía Miranda. Mientras ésta aparece en el diario La Tribuna, propiedad de los hermanos H. Florencio y Mariano Varela, amigos del clan Mansilla, Nicolás Avellaneda, que conoce el secreto de la verdadera autoría pero no lo divulga, exclama desde las columnas de El Nacional que se trata de una “bella y brillante perla de la literatura argentina”.
Sin embargo, es llamativo advertir cómo, entre otros, Eduarda opta por un seudónimo que ya no oculta la identidad sexual y que en cambio sella un atributo de pertenencia: “Porteña”. La viajera, la europeizada Mansilla supo escoger a tiempo este nombre sagaz que la ubica en el centro de un mapa amado, más allá de cualquier delegación o extranjería, pero desde el cual a su vez puede colocarse en diálogo con el exterior.

“Eduarda ha pugnado diez años por abrirse las puertas cerra das a la mujer, para entrar como cualquier cronista o repórter en el cielo reservado a los escogidos machos hasta que al fin ha obtenido un boleto de entrada, a su riesgo y peligro...” –señala Sarmiento en El Nacional en 1885. Y, en efecto, el mismo Nacional, La Tribuna, El Plata Ilustrado, La Nación, La Ilustración Argentina, El Alba, La Flor del Aire, La Ondina del Plata, La Gaceta Musical son algunos de las múltiples pliegos periódicos que reciben con gusto sus valiosas colaboraciones.

En 1847 arribó a la Argentina el conde Alexandre Walewski, hijo de una amante del Emperador Napoleón, para negociar el fin del bloqueo francés al puerto de Buenos Aires. Eduarda, aunque era casi una niña, auspició de intérprete entre el conde y su tío Juan Manuel. Este episodio de diplomacia precoz la marcó para siempre y la dejó grabada en las historias. Pasadas las décadas, es una dama elegan te que, sin dejar de ser una legítima consorte, hace su propia embajada. En 1861, se pre senta en Estados Unidos a cues tas con sus hijos y sus trajes pero sobre todo, a cuestas con su ser mujer y la profesión que persigue. Narra esa experiencia en sus Recuerdos de viaje de 1882, donde la autora es la testigo lúcida y la protagonista desenvuelta, que se desplaza con un erotismo de señora fiel, de lady intelectual latinoamericana, y obtiene sus legitimaciones en medio de los gobernantes y el mundo ilustrado.

De hecho, en el arco temporal que va desde el momento en que realiza, con toda la familia, aquella travesía destinada a acompañar a su marido en su nuevo cargo en el Norte, donde puede beber el espíritu alterado por la Guerra de Secesión, hasta el momento en que, recogiendo de su memoria aquellas impresiones, se decide a redactarlas, Eduarda ha viajado mucho, ha escrito más y ha lanzado una flecha.
Con rapidez, precisión y, sobre todo, dirección inequívoca hacia su destino, la flecha de Eduarda cae en medio de la pampa.

Allí donde duermen, pero sobre todo donde sueñan y despiertan, los gauchos y los indios, Eduarda Mansilla arroja un folletín a doble voz –la adoptada y la propia, la lengua francesa y la castellana–, que es, a la vez, una premonición y una denuncia. Denuncia de la arbitrariedad y los juegos de la política que hunden a los más pobres. Premonición porque en ese terreno cabe la locura materna, en la plaza incesante, ante la injustificable desaparición de un hijo a manos del poder de turno.

De aquella novela increíble dada por entregas en L´Artist de París en 1869 y titulada Pablo o la vida en las pampas repercuten los ecos en la Argentina. Un año después, Buenos Aires la sigue paso a paso en las sucesivas apariciones de La Tribuna que prepara su propio hermano, encargado de vertirla al español, permitiendo un recíproco lucimiento y, de pronto, una conversación familiar que se hace pública, al mejor estilo del charlista autor de las Causeries.

Ese texto había permanecido inédito hasta el presente pero ahora podrá verse completo en un libro que editamos por la Biblioteca Nacional.

Preciosa y traducida; traductora y coqueta; entre gauchos y ranqueles; criollos y extranjeros; llanos y barcos, Eduarda Mansilla es una figura que nos recuerda a cada paso la explosión del nombre, el peso de la historia y la conjura de la palabra.
“Nosotros quisiéramos redimir al pueblo argentino de esa codicia escéptica y egoísta que envejece a la Europa, dspertando su amor a la gloria y a lo bello, a lo sublime” –se propone en El médico de San Luis-. Una forma eficaz de lograrlo parece ser precisamente la práctica sostenida de la literatura, en la que es capaz de innovar y probar moldes intactos en las páginas circulantes por estas latitudes, algunos de ellos aún más extraños en manos femeninas, otros aparentemente más explicables en ellas pero igualmente vírgenes.

Los Cuentos infantiles (1880) con los que acompasó las cunas de sus seis hijos y en los que fue pionera de alta penetración psicológica, gran fuerza visual, universos lúdicos y perspectivas éticas; los relatos recogidos en Creaciones (1883) donde volverá a advertirse el buceo en las subjetividades y el despunte de lo fantástico; las obras de teatro, como La marquesa de Altamira (1881), y los diálogos inesperados de una novela como El amor (1885) donde la pasión se vuelve esquiva; la música en la que se destacó en sus roles de intérprete vocal, instrumental y crítica y para la cual también compuso breves piezas y canciones; las tertulias sociales e intelectuales, en fin, todo ese caudal invaluable va a unirse a la soledad de los últimos tiempos, su deseo explícito de que nada suyo se reeditara, el baúl extraviado con sus escritos conocidos e inéditos, y las reconstrucciones de su hijo Daniel, también Embajador, quien, a través de lo Visto, oído y recordado (1950), le alcanza con emoción su tributo.

La obra de Eduarda Mansilla constituye un patrimonio inestimable y –salvo excepciones– fatalmente perdido de la República. A pesar de todo, muchos textos quedaron diseminados y sobrevivieron para memoria nuestra, dando prueba fidedigna de sus dotes, de sus precursorías, de su estatura cultural, feminista y espiritual.

La sofisticada y magnífica escritora argentina, elogiada por Victor Hugo y Edouard Laboulaye, no necesita carta de recomendación entre nosotros: allí están sus palabras íntegras aguardándonos.

Si la esperanza puede ser una variante de la memoria, una conquista retrospectiva que nos sale al paso en las iluminaciones de las búsquedas, Eduarda Mansilla (con Pablo de la mano y el paisaje de la pampa al fondo) nos reconecta sencillamente con la vida.

Pliegos de La montaña mágica, n° 3, Buenos Aires, marzo 8 de 2007. Nota de tapa, cuya autoría pertenece María Gabriela Mizraje.

sábado, 18 de abril de 2009

Eduarda Mansilla y la música.

La Gaceta Musical en su número del domingo del 23 de junio de 1879, en su portada y bajo el título: "Redacción", al darle la bienvenida a Eduarda Mansilla de García como colaboradora de dicha publicación especializada, expresaba entre otros conceptos: "La señora de Mansilla de García es un bello ornamento de nuestra sociedad. Sus trabajos le han dado un nombre ilustre, no tan solo entre sus compatriotas sino en la Europa misma."

"Como entusiasta admiradora del bello arte, cultiva la música con pasión y ha perfeccionado sus conocimientos con los mas notables maestros de la época. Antón Rubinstein, Charles Gounod, Jules Massenet y otros formaban el círculo de su amigos, y ante ellos, en Norteamérica, en París y otras grandes capitales del viejo mundo, la Sra de García ha dado esplendor y brillo al arte divino de la música."

La propia Eduarda Mansilla, en 1868, en un artículo publicado en el periódico "EL Alba",escrito bajo el seudónimo de Alvar, nos dejó bellos pensamientos sobre la música, que expresan su pasión por dicho arte y denotan su gran sensibilidad artística, condiciones que años después le permitieron convertirse en una destacada compositora e intérprete. Ya hablaremos de su obra musical en otra oportunidad.

Que es la música para Eduarda Mansilla?

"Generalmente se ha mirado la música como un elemento de placer y de distracción y muy pocos la consideran bajo el punto de vista en que debe apreciarse."

"La música como sensación que habla del alma, dá la intuición de lo bello."

"Nada como la música para dar idea de la divinidad."

"La música como sensación que habla a los sentidos es la que da inspiración a los rasgos más poéticos de la vida del hombre."

"Nada como la música para engrandecer el alma inspirándole las mas heroicas acciones."

"Une los tiernos lazos de la vida social."

"Interprete de nuestros pensamientos, transmite por medio de sus melodías el suspiro mas tierno, hace vibrar las fibras mas delicadas del alma."



"Dulcifica los impulsos de las duras pasiones."

"En los dolores del corazón es un bálsamo, un consuelo delicioso."

"Confidente poético y sublime de los secretos misterios de un alma atribulada, le dá fuerza y valor."

"Fomenta en todo corazón los mas nobles ideales, llevando el espíritu a las regiones de lo sublime."



Fuente: "El Alba" Año 1, número 3, domingo 1º de noviembre de 1868, página 21, publicado bajo el título de: "La Música", bajo el seudónimo Alvar

sábado, 14 de marzo de 2009

Manuelita Rosas, prima hermana de Eduarda Mansilla

Nació en Buenos Aires el 24 de mayo de 1817 y fue bautizada con los nombres de Manuela Robustiana, ese mismo día, por el doctor José María Terrero. Se educó en su ciudad natal, pero iba con frecuencia a las estancias de su padre del Pino (o San Martín) y Los Cerrillos. Poseía dotes musicales y fue su maestro de música el alemán Johann Heinrich Amelong, hacia 1835.

Una descripción de Manuelita, de 1840, hecha por el reverendo Pontoppidan, de la fragata danesa Bellona, nos la muestra así: “Manuelita presenta un aspecto interesante sin ser regularmente hermosa. Espiritualidad y alma se reflejan en todo su exterior, pero sus modales son exaltados, sus ojos echan llamas, y en todos sus rasgos y movimientos se puede leer cuál es su situación singular en la vida. Los oficiales se sienten cómodos en compañía de doña Manuelita y admiran a esta mujer graciosa y guapa que monta los caballos más indómitos, fuma un cigarrito si el caso se ofrece, toca el piano y canta, y no mal, y entretiene una conversación corriente en español bueno y francés malo mezclados”.

Retrato literario de José Mármol

José Mármol, quien muestra particular afición por la figura de la hija de Rosas, dejó más de un retrato literario de ella. “Manuela –dice- no es una mujer bella, propiamente hablando; pero su fisonomía es agradable y simpática, con ese sello indefinible, pero elocuente que estampa sobre el rostro la inteligencia cuando sus facultades están en acción continua”. Y poco más adelante, consigna: “Agregad a esto una figura esbelta; una cintura leve, flexible, y con todos esos movimientos llenos de gracia y voluptuosidad que son peculiares a las hijas del Plata, y tendréis una idea aproximada de Manuela Rosas, hoy a los 33 años de su vida; edad en que una mujer es dos veces mujer”.

Por su parte, el poeta Ventura de la Vega, que la conoció en Inglaterra poco después de su casamiento, hace este retrato de Manuela: “Es alta, muy alta, morena, pelo negro, ojos pardos muy expresivos, boca y nariz pequeñas: se da un aire en la cara a Teodora Lamadrid, y se le parece también en el metal de su voz. No es gruesa pero tampoco puede decirse que es muy delgada, tiene muy bonito cuerpo, y un aire de los más distinguido y elegante que se puede ver. Su conversación es franca; pero muy fina y con golpes de talento que dejan parado”. Su primo Lucio V. Mansilla anota, sin embargo: “Mi abuela Agustina no era alta. En la familia sobresalió mi madre que, propiamente, no era alta, como no lo era Manuelita Rosas. Era el modo como erguían el cuello lo que las realzaba”.



Exilio en Inglaterra

Después de la muerte de Encarnación Ezcurra, Manuelita ocupó un importante papel en Palermo, junto a su padre, si bien algunos autores han exagerado su influencia sobre el Restaurador. Luego de Caseros, lo acompañó a Inglaterra, y a pocos meses de su llegada, el 23 de octubre de 1852, pudo unirse en matrimonio con su novio Máximo Terrero, hijo de Juan Nepomuceno Terrero, amigo de Juan Manuel de Rosas. Del matrimonio nacieron dos hijos varones: Manuel Máximo Nepomuceno, nacido el 20 de mayo de 1856, y Rodrigo Tomás, que vino al mundo el 22 de setiembre de 1858. Vivieron en Hampstead, Londres.

Manuelita falleció en la capital británica el 17 de setiembre de 1898. El óleo de Prilidiano Pueyrredón que la retrata de cuerpo entero fue pintado en la segunda mitad de 1851, y le fue obsequiado por un grupo de ciudadanos federales que la agasajaron con un baile. Para aceptar dicho retrato Manuelita consultó a su padre, y éste designó una comisión compuesta por Juan N. Terrero, Gervasio Ortiz de Rosas y Luis Dorrego para que dictaminara si debía acceder a ser retratada y al obsequio correspondiente. La comisión dio un veredicto afirmativo.

Mi tatita

Los párrafos que se transcriben pertenecen a una carta que dirigió a doña Josefa, Condesa de Poblaciones, el 13 de mayo de 1876.

Mi Tatita Don Juan Manuel de Rosas. Bisnieto del Conde de Poblaciones (nunca se firma Ortiz de Rozas) como mi abuelito D. León Ortiz de Rozas y sus otros dos hijos que fue una numerosa familia. Hoy, sólo quedan de ella mi Padre que es el mayor, la hermana que lo sigue y la menor Doña Agustina. Mi Tío D. Prudencio, fue el que murió en Sevilla y padre de mi primo León Ortiz de Rozas a quien Vd. menciona en su carta haber conocido y que murió también años hacen en Buenos Ayres durante la peste del cólera.

Tatita, reside cerca de Southampton en una chacra y privado de su fortuna por la confiscación de sus bienes en que fueron envueltos los míos que administraba, se ve reducido á llenar las más premiosas necesidades con el auxilio de sus antiguos amigos.

Vd. está equivocada al darle el título de "Dictador" que nunca tubo ni aún habiéndole sido ofrecido lo habría aceptado. Gobernó por años el País bajo el Título de "Gobernador de la Provincia de Buenos Ayres y Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina" cuyos derechos defendió contra las grandes Potencias de la Europa que tan injustamente nos atacaban. Luego, y después de salir airoso de esas cuestiones, tan celebres e históricas, vinieron otra vez las riñas civiles y por ello se vio obligado á salir del País, donde quedó cuanto poseíamos siendo una inmensa fortuna.


Yo me casé en este País con mi compatriota Máximo Terrero hijo de un antiguo y fiel amigo de mi Padre desde la niñez y de este matrimonio tenemos dos hijos varones á cuya educación hemos destinado nuestra vida sin otra distracción ni entretenimiento alguno como que nuestros medíos no lo permiten. El mayor se llama Manuel Máximo y el segundo Rodrigo Thomas. Su educación, se completa con la distinción que corresponde á las familias de que descienden y es esta la única aspiración de sus Padres y abuelo. Vd. debe conocerá la familia del Brigadier Don Antonio Terrero en Madrid, el Conde de Poblaciones habiendo sido uno de sus discípulos en la escuela Militar según una guía que tengo entre mis libros.

Fuente: www.lagazeta.com.ar

Fuentes:

* Chávez, Fermín – Iconografía de Rosas y de la Federación – Buenos Aires (1970).
* Chávez, Fermín – La vuelta de Don Juan Manuel.
* Oscar J. Planell Zanone / Oscar A. Turone – Patricios de Vuelta de Obligado.