miércoles, 3 de diciembre de 2008

Eduarda Mansilla. Gauchos, indios, negros. Mujeres, niños.

Por María Rosa Lojo.

Atraviesa la obra de Eduarda Mansilla una permanente preocupación por lo que puede llamarse, al estilo anglosajón, la “minoridad”: los grupos subordinados por razones étnicas, culturales, etarias y de género. Entre mujeres, niños, gauchos, indios, afroargentinos, hay vasos comunicantes bajo las diferencias de superficie: a todos ellos se los considera, en la sociedad de la época, más cerca de la naturaleza que de la cultura, vecinos a lo caótico e irracional o sumergidos en él, todos tienen sus derechos restringidos, y no gozan de plena autonomía. Todos están, de algún modo, del lado de la “barbarie”.

La narrativa de Eduarda Mansilla se sitúa en la perspectiva de los presuntos “bárbaros” para ver en ellos, antes bien, las marcas de la opresión y de la exclusión. Y esto antes que su hermano Lucio y que José Hernández, desde El médico de San Luis, donde la desdichada historia del gaucho Pascual se refuerza con el alegato dirigido a los legisladores desde la voz narradora para denunciar la “barbarie de la civilización” contra los desposeídos: “Acusáis en vuestra vanidosa ignorancia al gaucho de cruel y sanguinario; acaso os creéis vosotros de otra raza, de otra especie; olvidáis lo que es ese gaucho, a quien medís con la vara de vuestra justicia, igual para uno de vuestros hijos, que para uno de esos desgraciados, que jamás oyó pronunciar esa palabra justicia, sino con el terror que a ellos les inspira la fuerza...”. En las obras de Eduarda hay gauchos unitarios, como su héroe Pablo (enamorado de la hija de un estanciero federal y correspondido por ella). Y los unitarios pueden ser instruidos y compasivos, como el comandante Vidal, pero también brutales, como el coronel Moreyra (alias “El Duro”), despiadado y analfabeto, que mandará fusilar arbitrariamente a Pablo. La gran ciudad resulta un desierto peor que el de la Pampa para el menesteroso sin amigos ni influencias. Y, en fin, la narradora niega la “barbarie” como estereotipo de la condición latinoamericana, sin dejar de recordarles admonitoriamente a los europeos que también ellos han sido bárbaros, y que lo son todavía, hasta extremos no alcanzados por los gauchos vernáculos. En suma --concluye— los numerosos inmigrantes europeos que la Argentina recibe llegan a ella sin duda huyendo de males que aquí se desconocen.


La consideración del aborigen oscila más: desde el héroe sensitivo, dotado de nobles cualidades susceptibles de cultivo (Marangoré, en Lucía Miranda), o la comunidad que recibe a los expulsados del injusto orden “civilizado” (El médico de San Luis), al invasor feroz que roba y devasta (Siripo, o el cacique ranquel de Pablo...). Pero aun en este caso no se exime de cierta responsabilidad a los cristianos: o porque no han sabido prever la tragedia y amparar a tiempo, absortos en su afán de gloria y aventuras (Lucía Miranda) o porque complican a los aborígenes en sus guerras, haciéndolos instrumento de sus venganzas contra el partido opuesto (El médico de San Luis, Pablo...); tampoco falta la cautiva que prefiere quedarse con su captor antes que regresar con su marido (la mujer del capataz, en Pablo...).

Los afroargentinos adquieren en su obra una visibilidad de fuertes acentos reivindicatorios: Rosa, la nodriza de Dolores, en Pablo, ou la vie dans les Pampas, es la única madre que la hija del estanciero federal ha conocido. Similar función cumple la tía Jacoba, “mama negra” de Juanita, la niña inválida de “La paloma blanca”. E inolvidable es el “tío Antonio” de los Cuentos, cuyos amos ingratos aceptan su trabajo y sus dádivas “como un derecho, sin darse cuenta siquiera del cruel egoísmo” en el que incurren.

Pero tal vez el mayor aporte de la novelista radica en haber enfocado desde dentro el otro lado de la épica gauchesca, del coraje viril: la lucha inadvertida de las mujeres, condenadas al abandono y a la espera de los hombres que parten a la guerra, así como a la ignorancia que las priva de la educación más elemental y las convierte en “parias del pensamiento”, “almas prisioneras” “verdaderas desheredadas” sujetas a las “luchas desgarrantes de las pasiones humanas”, sin contar con las herramientas culturales para comprenderlas y dominarlas. Destinadas a vivir en función de los varones, y privadas de lo único que en la sociedad da sentido y objetivo a sus vidas: la maternidad, muchas heroínas de Eduarda encuentran en la locura la única reparación posible, sin cejar en un reclamo ya inútil de justicia por los hombres o los hijos que les han arrebatado.

Era necesario, para Mansilla, arrancar a la figura materna de su paralizadora asociación con el atraso, la rémora, las convenciones. Aunque lejos todavía del sufragismo, confiaba profundamente en la capacidad femenina para educarse y para educar y no dudaba en exigir ese derecho. Como Harriet Beecher Stowe, creía en el poder de la “revolución doméstica”. Desde la cocina o desde la sala, la dueña de casa podía y debía constituirse en eficaz formadora de costumbres, ejerciendo una acción educativa basada en la tolerancia y la justicia, lo único capaz de evitar las guerras intestinas. Su recreación de Lucía Miranda, lejos de presentarla como mera víctima pasiva, le adjudica un papel regulador y transformador, de gran proyección simbólica. El afán de Mansilla no es meramente arqueológico sino prospectivo: señala el posible papel futuro de las mujeres en la nueva Argentina que ansía convertirse en una república moderna. Así, lo que se privilegia en su relato no es la trágica situación final de Lucía, cautiva, sino su aptitud como lectora y educadora, portavoz de una tradición cultural, introductora de valores morales y estéticos, y de prácticas técnicas. Ya en las Indias, es la primera en actuar como lenguaraz o intérprete. También media en los conflictos internos surgidos en el contingente español, busca el acuerdo por sobre las rebeldías, anima y conforta. La novela coloca en primer plano la función didáctica y persuasiva de la conversión, desplazando a la función épica que exige la sumisión y destrucción del “otro”, aniquilado como tal. El sujeto heroico masculino –guerrero- cede su tradicional protagonismo ante un sujeto mujer que combina rasgos de heroísmo moral (Lucía animando a Sebastián desde la hoguera) con un liderazgo basado en el poder de la palabra. El “prestigio social” negado universalmente a las funciones desempeñadas por mujeres (Pierre Bourdieu), sean ellas cuales fueren, se vuelca sin retaceos sobre Lucía Miranda.

Esta novedad de la novela de Mansilla con respecto a la Argentina manuscrita (c.1612) de Ruy Díaz, también la diferencia de la novela homónima contemporánea (1860) de Rosa Guerra, donde el modelo femenino es más acentuadamente sumiso y convencional, pues su excelencia ética se mide ante todo por la capacidad de sufrimiento. Mientras que en el texto mansilliano se destacan las cualidades activas de Lucía (inteligencia, astucia, entereza, desenvoltura, valor heroico), Guerra se concentra sobre la triste gloria del martirio. Por lo demás, en Mansilla, la enseñanza de Lucía deja semilla en la joven aborigen Anté, que junto a su amado Alejo, español, escapará de la masacre final del Fuerte Sancti Spiritu para fundar una nueva comunidad mestiza. Si la pasión de los caciques por Lucía tiene un previsible final catastrófico, ello se debe no tanto a motivos raciales, sino, sobre todo, a que se trata de una pasión por la mujer casada y prohibida, y por lo tanto se halla condenada (en la moral ejemplarizante de la novela romántica rioplatense) a la tragedia. No es un dato menor que –a través de la toponomia y la onomástica— diversas parcialidades indígenas argentinas estén representadas en los simbólicos timbúes de Lucía Miranda, muchos de los cuales llevan nombres mapuches y ranqueles. Para Mansilla (por otra parte, descendiente por vía materna de los mismos ancestros que Ruy Díaz de Guzmán: Domingo de Irala y su concubina indígena Leonor) está claro que los aborígenes han sido los co creadores de la sociedad criolla, y por lo tanto no tendrían que verse, en la Argentina de 1860 que aspira a la modernidad, como elementos extraños que deben, sin más, ser extirpados del cuerpo nacional.

EDUARDA MANSILLA: UNA VOZ FEMENINA PARA LA NACIÓN MODERNA. Publicado por la revista "Todo es Historia"